LA CULTURA ES LIBRE: UNA HISTORIA DE LA RESISTENCIA ANTIPROPIEDAD

LEONARDO FOLETTO

Prefacio

El abanico conceptual abierto por este libro que tienes en tus manos va de Occidente a Oriente, tratando toda la trayectoria de las especulaciones sobre las nociones contrastantes de propiedad intelectual y dominio público, desde la Grecia y la Roma antiguas y la China Imperial bajo la influencia del confucionismo, pasando por la Edad Media y los mundos renacentista e ilustrado europeos, por la modernidad globalizante de la expansión de los horizontes mundiales del período de los descubrimientos —la expansión a las Américas, África y Asia—, hasta nuestros días, con los extraordinarios impactos de las tecnologías digitales modernas sobre la producción y circulación de obras culturales en todo el planeta.

Este abanico conceptual se encuentra, en este libro, profusamente ilustrado mediante varios pasajes históricos que sentaron las bases para la creación de los llamados «derechos de propiedad intelectual». El libro trata esta creación con múltiples observaciones sobre cómo «personas, grupos y movimientos subvirtieron el status quo de sus épocas, de la creación y circulación de la cultura y del arte». Contiene ilustraciones que van desde las descripciones sobre técnicas de utilización del papiro para la confección de los primeros libros en remotas épocas imperiales, pasando por la revolución de la imprenta que abrió la época posmedieval (con Gutenberg), constatando las nuevas imposiciones económico-político-sociales en Inglaterra y Francia —del siglo XVI hasta el XVIII— en su transición de monarquías absolutistas a regímenes constitucionales (con el surgimiento del copyright y del derecho de autor), observando la llegada de la radio (con Guglielmo Marconi), hasta, finalmente, desembocar en la era contemporánea del cine, la televisión e Internet con todo lo que nos relaciona, hoy, con la llamada cultura libre (el software libre, el sampler, las diversas formas de compartir, etc.).

Mi relación con el amplio abanico de alcance conceptual del libro viene del deseo de que este sea leído con la lente multifocal que requiere, necesaria para cubrir la vasta diversidad de ambición del autor para tratar una de las cuestiones más complejas de la historia cultural de la humanidad. Las implicaciones de la existencia de una o de múltiples nociones de un derecho de propiedad, con respecto a nuestras actividades artísticas e intelectuales a lo largo de varios períodos de desarrollo de nuestra civilización, es fundamental para la comprensión de cómo llegamos hasta aquí y de hacia dónde estamos caminando como sociedad humana. Este libro, a pesar de estar centrado en el derecho de autor en oposición al dominio público de las ideas —cuestión en sí misma suficiente para ocupar todo un universo especulativo—, nos informa sobre conocimiento y razón, nos ayuda a medir nuestro horizonte de desarrollo humano con la anchura de la pluralidad de perspectivas. El libro se centra en la propiedad intelectual, pero revela mucho más: la propia noción histórica de propiedad, todo un mundo de carencias y riquezas de los poseedores y los desposeídos.

Un vasto libro sobre cultura, política, sociología, antropología e historia. Un libro de una sobriedad elocuente sobre cuestiones casi siempre poco sencillas sobre la dinámica de las disputas humanas. Un libro para la actualidad, para la posmodernidad y para el futuro civilizatorio. Para sacarle provecho leamos.


Gilberto Gil

PRESENTACIÓN

Un barco

Este libro nace de un esfuerzo que data del 2008, año de creación de BaixaCultura1, blog, sitio web, proyecto, laboratorio en línea creado por mí y por el poeta Reuben da Cunha Rocha, entonces alumnos de máster de universidades públicas en un Brasil que aún creía en el futuro. Al tratar de escribir sobre productos culturales que pudiesen ser consumidos (apreciados, poseídos, gozados) en Internet, en pocos meses nos cruzamos con la cultura libre, entonces una idea que hablaba de la principal discusión en el Internet global de aquel momento: la compartición de archivos en la red y las disputas en torno a la (i)legalidad de este acto. Luego tiramos del hilo: software libre, copyleft, cultura digital, jáqueres, ciberactivismo vinieron por un lado; remix, plagio, apropiación, arte radical, contracultura, por otro. Unimos estos dos hilos con la piratería, la compartición y la discusión tecnopolítica.

Once años después, más de trescientos textos publicados y numerosos debates, proyecciones de películas, talleres, conferencias, charlas y entrevistas realizadas, BaixaCultura continuaba. Sin Reuben desde 2010, me tocó a mí, con ayuda de varias personas a lo largo de ese período, mantener el espacio abierto, ahora en otro Internet y con la agenda de compartición de archivos y de cultura libre con menos espacio en todos los lugares. Las promesas de transformación radical de la sociedad a las que Internet incitaba en muchos de nosotros durante aquella época se transformaron en algo parecido a una pesadilla. En 2020, no se podía escapar de una palabra para describirlo: distopía. Aún así, la compartición de archivos en la Red continúa inquebrantable en los guetos contraculturales y de jáqueres; la cultura libre sigue como movimiento no solo a favor de una cultura, sino también de un conocimiento libre y de los bienes comunes; el copyleft se mantiene como uno de los mayores hacks en más de tres siglos de derechos de autor en Occidente; el software libre permanece como una utopía de construcción colaborativa y solidaria de tecnologías que, por ahora, y por poco, ha perdido la oportunidad de ser la realidad global; y el remix se ha convertido en la principal forma de creación artística en un mundo que, más conectado que nunca, ya no duda de que solo se crea recreando.

Por todos estos motivos, sigue siendo importante hablar de cultura libre. A pesar del objetivo debatido por muchas personas en BaixaCultura en ese período y en otros lugares diversos, lo que este libro pretende es examinar una idea que comenzó mucho antes que el Internet y que permanecerá mientras haya seres humanos vivos creando. Sería, sin embargo, una tarea extensa y titánica dar cuenta de todos los aspectos que rodean una idea de historia tan extensa. Por eso la elección de tratar de situar, contextualizar, recuperar y debatir una base común sobre un tema, con ayuda de muchas áreas —historia, derecho, comunicación, arte, sociología, antropología, ciencia política, estudios de ciencia y tecnología, informática—.

Desarrollada y difundida como idea en la década de los 1990, en los primeros años de Internet en el mundo, la cultura libre se nutre directamente del concepto del software libre y del copyleft, ambas creaciones relacionadas con productos tecnológicos —el software— del inicio de los años 80. Su base, por tanto, está relacionada con el desarrollo de la tecnología digital, así como su popularización es fruto de un escenario de expansión del acceso a la información a partir de Internet. Pero la idea de cultura libre, por lo menos desde la perspectiva con la que la abordo aquí, tiene una historia que comienza mucho antes que el software libre y que Internet. Hablar de formas libres de creación, uso, modificación, consumo, protección y reproducción de cultura pasa por entender las maneras de producir y difundir información y cultura en diferentes períodos históricos, como la Antigüedad, la Edad Media y la Modernidad; por considerar los mecanismos creados por el derecho occidental para controlar (y restringir) la creación intelectual; por entender cómo inventos tecnológicos como la imprenta, el gramófono, el cine, la radio, la fotografía, los ordenadores y, principalmente, Internet tienen gran importancia en la alteración de todos los aspectos de la creación cultural. Hablar de cultura libre es también echar un vistazo a cómo se estaban creando las ideas de autoría, propiedad intelectual, original y copia, sin olvidar las nociones de Extremo Oriente y de los pueblos indígenas de las Américas sobre esos asuntos; es observar cómo las personas, grupos y movimientos subvirtieron el statu quo de la creación y circulación de la cultura de sus épocas, en especial a lo largo del siglo XX, y de las implicaciones políticas de sus acciones.

Pensado durante mucho tiempo y comenzada finalmente su escritura en 2019, este libro investiga la cultura libre también en dos aspectos conocidos: el de la remuneración de los creadores, que debería garantizar la continuidad de la producción de sus obras, y el del acceso, (re)utilización y circulación de las obras, que prometería a la humanidad el derecho de disfrutarlas y recrearlas. En esos dos polos, muchos veces contrapuestos, hay matices y cuestionamientos, entre los cuales la propia concepción de que alguien pueda ser dueño de una idea, una melodía, una frase, una imagen, una tecnología, y la opinión de que una obra no puede ser compartida o consumida sin algún pago a quien la creó. Daré por cumplido el objetivo de este libro si, al final, diera a entender que hay muchos más matices (y polos) para ver y entender la cultura libre de los que te puedes imaginar.


Leonardo Foletto

São Paulo, invierno de 2020

INTRODUCCIÓN

Un barco

La palabra «cultura» tiene tantos significados a lo largo de la historia que vamos a empezar buscando una definición para poder añadirle el libre que da nombre a este libro. El primer capítulo del libro Micropolíticas: cartografias do desejo (1984), de Felix Guattari y Suely Rolnik, tiene de título «Cultura: ¿un concepto reaccionario?», un texto que aporta diferentes significados de cultura que nos pueden ayudar: el sentido A es definido como cultura-valor y corresponde a un juicio de valor que determina quién tiene y quién no tiene cultura. Se manifiesta, por ejemplo, en ciertos diálogos habituales en los que se dice que «tal individuo está bien educado, estudió en colegios caros, viajó por todo el mundo, tiene cultura».

El sentido B es el de cultura-alma colectiva, algo que, a diferencia del primero, todos tienen: hay cultura negra, cultura queer, cultura underground. Sería el conjunto de producciones, valores, modos de hacer y de vivir, una «especie de alma un tanto difusa, difícil de captar, y que dio lugar a todo tipo de ambigüedades a lo largo de la historia»2. A cada alma colectiva (los pueblos, las etnias, los grupos sociales) se le atribuye una cultura: en muchos casos es también sinónimo de civilización, algo que fue bastante problematizado en la antropología, disciplina en la que la cultura es un tema principal y que, por eso mismo, cuenta con innumerables conceptos y debates3. El sentido C propuesto por Guattari y Rolnik es el de cultura-mercancía, como un producto puesto en mercado de circulación monetaria. Es un sentido más objetivo que los otros dos, pues se refiere a algo que podemos ver y tocar: un libro, un cuadro, por ejemplo. Podríamos usar este sentido para designar otra noción, la de bienes culturales, que serían aquellos objetos puestos en circulación en un mercado que incluye otras personas además de su creador. Algunos ejemplos son un diseño publicado en un blog en Internet, un vídeo producido por cuatro personas con un móvil inteligente y publicado en una plataforma de emisión en continuo, textos políticos maquetados en un zine para venderse o distribuirse en un puestecito en la calle, un libro de poesía de una editorial, un ensayo sobre arte en una revista mensual. Existen varios otros; basta con satisfacer la necesidad de que sean organizados en algún formato reconocido y de que se distribuyan a varias personas.

En el sentido A, no es como hablar de la libertad de una cultura que es vista como un valor, pues, aunque sea posible escribir, no es lógico hablar de «valor libre» en oposición a un «valor cerrado», por ejemplo. Un individuo considerado como alguien que tiene cultura no se identifica como portador de una cultura libre. En el sentido B, cultura como «alma colectiva» esta ya es libre a priori; no hay cultura underground que no sea libre, ni una cultura como la samba o el hip-hop, por ejemplo, que sea completamente cerrada y propiedad de una única empresa. Pero hay bienes culturales producidos en el ámbito de esas culturas que no son libres, objetos que beben de las almas colectivas nombradas y pasan a circular en un mercado determinado, y se vuelven propiedad de algunos.

Es, en definitiva, en el sentido C de «cultura» con el que vamos a hablar aquí de cultura libre: como una cultura que es puesta en circulación a partir de ciertos bienes culturales en un mercado determinado, bienes que son de libre acceso, difusión, adaptación y valor —características todas que serán abordadas a lo largo de este libro—. Aunque esta cultura sea una mercancía, tenida en cuenta en conjunto como un valor distintivo y fruto de un alma colectiva que lleva consigo sus políticas y relaciones sociales, esta distinción nos sitúa por ahora en un concepto a lo largo de las próximas páginas.

Definida una noción maleable de cultura y de cultura libre, podemos pasar a otros conceptos que son importantes que aparezcan, aunque en una explicación mínima, en este prólogo. La noción de que un texto, un libro, una obra teatral pueda ser vendido por un valor determinado no es algo que se ha dado desde siempre en la historia de la humanidad, aunque sí una concepción establecida como sentido común a partir de los siglos XVII y XVIII, con la aparición de los primeros monopolios dados a los impresores, de la invención del copyright, de la propiedad intelectual y de los derechos de autor. Antes de eso había, claro, producción de libros, diseños, pinturas, esculturas, obras teatrales hechos y puestos en circulación para diferentes públicos, pero no había un consenso de que esas obras circularían a cambio de una determinada cuantía, que sería pagada a su dueño, o a quien las produjo. Y no lo había por varios motivos: primero porque la circulación era restringida, debido a la dificultad de que se produjera (en el caso de un libro, por ejemplo); segundo porque la forma de disfrute de esas obras era comúnmente colectiva y oral, no individual; y tercero porque no estaba bastante claro el sentido de que una obra dada tenía algún dueño o incluso un autor, como se explica en el capítulo 1 «Cultura oral».

Solo comienza a tener sentido la relación de los bienes culturales con mercancías con un determinado precio y con autor cuando, en el siglo XV, se crea una máquina de impresión que propaga ciertos tipos de bienes culturales para públicos mucho mayores de los que existían hasta entonces. A partir de entonces, se establecen formas de controlar la circulación de esos bienes, como leyes, como el copyright, un derecho concedido a alguien, de modo exclusivo, para producir y reproducir una obra, como se describe en el capítulo 2 «Cultura impresa». Después surge la noción de propiedad intelectual, que se consolidó en los siguientes siglos como una rama del derecho civil, que trata de regular creaciones del intelecto humano, como se muestra en el capítulo 3 «Cultura propietaria», a partir de una relación, hasta hoy cuestionada, con la propiedad física.

A partir del siglo XIX, la propiedad intelectual se consolida dividida en dos ramas. Una de ellas es el derecho de autor, establecido a raíz del copyright, en el siglo XVIII, en la Francia de la Ilustración, como un conjunto de prerrogativas dadas por ley a una persona o una empresa a la que se le atribuye la creación de una obra intelectual. Los derechos de autor van a ser, a su vez, divididos en otras dos ramas: los derechos morales, referentes a las leyes que rigen la autoría de una obra y su integridad, es decir, la posibilidad o no de alterar una creación en particular; y los derechos patrimoniales, que regulan la producción y reproducción comercial de esa obra. En ese período ya se percibe que había una situación más compleja en la difusión de una obra para muchas más personas, que con eso se pasaba a un disfrute menos colectivo y cada vez más individual de bienes culturales, y también que el autor de una determinada obra puede ser identificado como aquel «que permite remontar las contradicciones que pueden desplegarse en una serie de textos»4.

A finales del siglo XIX y durante el siglo XX, cuando esas nociones se consolidan en el sentido común y en un sistema legal de propiedad intelectual, son innumerables las formas, en especial en el arte y la contracultura, de dar respuesta a lo establecido. «¿Necesito pagarle a alguien para leer un libro?», «¿soy dueño de este texto?», «¿quién ha dicho que no puedo usar un extracto de una obra para hacer otra, o para inventar una nueva forma de arte, nuevos bienes culturales?». Algunos movimientos vanguardistas, artistas y colectivos se enfrentan al statu quo del derecho de autor y de la autoría y, por eso, se vuelven defensores de una cultura libre antes de que el término se popularizara, así como hay otros que cuestionan la condición de originalidad de una obra determinada en una época de propagación de las máquinas de reproducción técnica, como se informa en el capítulo 4 «Cultura recombinante».

La otra rama en que se divide la propiedad intelectual es la llamada propiedad industrial. Está ligada a la producción y al uso de determinados bienes a escala industrial, lo cual amplía el control legal de la creación a procesos, invenciones, modelos, diseños, identificados como obras de utilidad —es decir, que son usadas para un fin concreto en un mercado determinado, en oposición al derecho de autor, que rige la creación artística, científica, musical, literaria, y que, en esa concepción, no sería utilitaria—. Las propiedades industriales tienen como principal elemento registrador la patente, una concesión pública — por lo tanto, otorgada por algún órgano estatal— para que un determinado titular explote comercialmente, de manera exclusiva y limitada en el tiempo, una determinada creación. De la lámpara incandescente a la cámara cinematográfica, del fonógrafo de Thomas Edison hasta el software, las patentes son monopolios de explotación comercial de una idea que generan mucho dinero, también por eso muchas batallas y cuestionamientos críticos, especialmente del siglo XIX en adelante.

La expansión de la tecnología digital y su casi omnipresencia en la vida de buena parte de los más de siete mil millones de personas que habitan el planeta Tierra en el siglo XXI dan lugar a condiciones aún más complejas de producción, difusión y comercialización de bienes culturales. Con esto, otra noción que trata esta obra se vuelve todavía más maleable: ¿al final qué es copia y qué es original? Si Internet solamente funciona a partir de la copia de datos y archivos que son transferidos y compartidos, ¿es posible controlar la reproducción de una canción millones de veces copiada y que, mientras tanto, sigue existiendo igualmente en todos los millones de copias? La discusión en torno a la compartición de archivos en la red y sus consecuencias da lugar, finalmente, al capítulo 5, «Cultura libre», no por casualidad el más grande de todos.

Tradiciones milenarias en Extremo Oriente y en algunos pueblos originarios de América Latina nos muestran que el mundo no es solo lo que llamamos occidental y que la perspectiva de lo que es copia, original, libre y colectivo tiene diferencias significativas entre culturas diferentes. Son ideas que nos incitan a descolonizar nuestra visión occidental aplicada a las historias, filosofías y modos de pensar las cosas y el mundo que conocemos, y a buscar modos diferentes de ver esas cuestiones, como es el caso del concepto de shanzai en China, sinónimo de producto falso, fake, pero también una forma de ver los bienes culturales como elementos en constante transformación de acuerdo a cada contexto, objetivo y fin, sin un único y sagrado origen. Y también la perspectiva de algunos pueblos amerindios que, al no separar sujeto de objeto, vuelven el vocabulario desarrollado sobre la propiedad y el derecho de autor insuficiente para usarse con esos pueblos, como se muestra en el capítulo 6 «Cultura colectiva». Es a partir de la mezcla de algunas de esas experiencias no occidentales citadas y de una visión desde el llamado sur global que, al final de ese capítulo, apuntamos algunas alternativas para la propagación y la defensa de una cultura libre hoy.

CAPÍTULO 1

CULTURA ORAL

Barco con el símbolo del reciclaje

Te encomiendo, Quinciano, mis libritos. Si es que puedo llamar míos a los que recita un poeta amigo tuyo. Si ellos se quejan de su dolorosa esclavitud, acude en su ayuda por entero. Y cuando aquel se proclame su dueño, di que son míos y que han sido liberados. Si lo dices bien alto tres o cuatro veces, harás que se avergüence el plagiario.

Marco Valerio Marcial, Epigramas, s. I


La imitación es esencial, la fabricación es peligrosa, la materia es propiedad colectiva.

Alguien, s. I


Las mejores ideas son de todos. Por tanto, dado que lo que es de todos es también de cada uno, toda verdad me pertenece; todo lo que ha sido bien dicho por alguien también es mío.

Séneca, s. II


El fortalecimiento de la atribución divina a la autoría se implanta como el estándar en la Edad Media a partir de los siglos VII y VIII. Hay una tendencia progresiva a considerar cada texto como una parte de un Gran Discurso escrito, una comunidad del lenguaje que diluía lo particular en una significación general propicia a la antología, la expresión estereotipada de la (re)combinación de elementos preexistentes.

Kevin Perromat, El plagio en las literaturas hispánicas, 2010


I.

Las artes producidas en la Antigüedad griega y romana no parecen haber prestado especial atención a la cuestión de la propiedad ligada a la cultura. No hay vestigios de referencias a códigos jurídicos, protecciones, sanciones o derechos sobre la producción y difusión de obras culturales parecidos a los que tenemos hoy. Como escribe Kevin Perromat5 en su extenso estudio sobre el plagio en la literatura hispánica, hay diversos factores que nos harían deducir que ambas civilizaciones, con escritores, dramaturgos y filósofos que más de dos mil años después son todavía conocidos y leídos en el mundo entero, con una abundancia de artistas, comerciantes y sobre todo juristas (en especial los romanos), podrían haber tratado de reglamentar la producción y difusión de bienes culturales. Pero no lo hicieron —o lo hicieron de una forma que no dejó registros hasta hoy—. ¿Por qué?

La primera razón es que, en las civilizaciones griega y romana, las narraciones formaban parte de una tradición común, lo que permitía recreaciones de acuerdo a sus diversos portavoces y a los contextos en que eran contadas. No era posible rastrear sus orígenes exactos y mucho menos impedir su libre circulación. La creación poética, por ejemplo, era de naturaleza fluida, e incluso si el narrador de una determinada historia pudiera ser reconocido, su contribución no se consideraba fruto de su individualidad, sino de una cultura colectiva en la cual él estaba inmerso. Lo que podría habérsele añadido al poema no era documentado para la posteridad; no había tal preocupación6, así como tampoco había control sobre la producción y la distribución de una obra.

En una sociedad predominantemente analfabeta, la finalidad de una obra cultural —tanto una obra de teatro como una canción o un poema, pero también textos políticos— era la difusión pública en plazas, teatros, calles, tribunas. Tanto la escritura como la lectura eran para pocos; las ideas y la cultura se difundían con la voz —y con la reapropiación— de todo el que hablaba. El filósofo griego Sócrates, uno de los padres de la filosofía occidental y a quien conocemos solamente a través de textos de otros, llega a decir en Fedro, diálogo compilado por Platón en torno al 370 a. C., que la escritura suponía una pérdida en relación al discurso oral, siendo el segundo más apropiado para mantener vivo el pensamiento. Sócrates hablaba de la amenaza que la escritura suponía para el mantenimiento de las funciones de la memoria, que empezaría a utilizarse cada vez menos y perdería su potencia a medida que los registros fueran transferidos al papel7.

Tampoco había una noción sólida de autor, por lo menos en el ámbito jurídico, lo cual solo empezó a ocurrir a partir del siglo XVIII. La autoría era principalmente colectiva, atribuida a una cultura determinada o a los dioses, fruto de una inspiración divina o de una construcción comunitaria en la que importaba más el contenido y lo que este podría enseñar que su portavoz. Homero, a quien se le atribuye la redacción de los clásicos la Ilíada y la Odisea en torno a los siglos VIII y VII a. C., es un ejemplo de ese período: no existen evidencias respecto a la fecha de creación de esas dos obras ni de que hubo una persona llamada Homero que las escribió. El relato de la Guerra de Troya y de las diversas dificultades del viaje de Ulises de vuelta a su Ítaca natal, ejes narrativos centrales de la Ilíada y la Odisea respectivamente, son historias que condensan una visión del mundo y enseñanzas que representan un modo común de pensar de los griegos, enraizados en la cultura de la época. Homero es un arquetipo, creado posteriormente, y que cumplía funciones como la de un horizonte lingüístico o «padre y abuelo» de los poetas, una figura casi mística que se encargó de contar una historia que, conocida y creada por muchos, era considerada de autoría de dioses, musas, entidades de la naturaleza8.

Con la difusión de la escritura a partir del siglo VII a. C. surgen, en paralelo a un tipo de creación abierta y colectiva, registros de una expresión individualizada y de un deseo de reconocimiento de autoría, que pasaba por la búsqueda de un primer intento de control de la difusión de una obra9. Uno de los primeros que tratan de controlar la difusión de su producción en ese período es Teognis, poeta griego que vivió en el siglo VI a. C. y que planteó, en sus publicaciones manuscritas, la colocación de un sello: «Estos son versos de Teognis de Mégara». Su intención con esa trademark (marca registrada) antigua no era la de lucrarse con la venta de sus obras, sino que no las modificaran y pensaran que no eran suyas, lo que le quitaría el reconocimiento por el trabajo que realizaba10.

En aquella época, los autores comprendían que la mejor forma de ser financiados por los gobernantes y por la aristocracia griega era que fueran considerados «especialistas» y tuvieran obras atribuidas a ellos. Aquí entra una segunda pista que explica el motivo por el que los griegos y los romanos no hayan prestado especial atención a la cuestión de la propiedad ligada a la cultura: la ausencia de un mercado para bienes culturales. Los autores no se sustentaban con la renta directa de sus obras; vivían prestando servicios de educación para la aristocracia, consejos para los gobernantes, enseñanza de diversos temas —acciones todas ligadas a la presencia y a la comunicación oral—. En la tradición discursiva grecorromana, las retribuciones a los autores eran de orden simbólico, de reconocimiento social de una actividad que no dejaba de ser elitista y aristocrática11 —a fin de cuentas, pocos sabían leer—, pero también de ciertos tipos de reconocimientos indirectos, como entregas de premios en concursos oficiales y beneficios materiales derivados de los premios.

II.

En Grecia, en el período conocido como helenístico (IV a. C.-II a. C.), no había un control sobre el destino de un libro después de ser publicado, sea en relación al número de ejemplares o a la modificación de su contenido. Además de ser una cultura que valoraba el disfrute y la creación colectiva y oral, otro factor justificaba esa falta de control: el formato del libro de la época. Este tenía un formato conocido como volumen, compuesto de una larga tira de papiro o pergamino, que se leía a medida que era desenrollado por alquien, con ambas manos, pudiendo tener varios metros de longitud y pesar algunos kilos. Formato pesado y caro, era de difícil reproducción, cuidado y almacenamiento, lo que hacía del libro un bien relativamente escaso en la época, como manifiestan textos de Aristóteles y de Platón12.

La aparición de las primeras bibliotecas en el mundo grecorromano, a partir del siglo IV a. C., supone el comienzo de una política de control de los textos y manuscritos. Para controlar los textos y obtener una copia, hay necesidad de garantizar cuál es auténtico y cuál no lo es, lo que incita a las bibliotecas a investigar para atribuir correctamente la autoría de las publicaciones13. Creada en ese período, la mítica Biblioteca de Alejandría, en Egipto, fue una de las principales iniciativas que aspiraban a organizar el conocimiento y la cultura producida hasta entonces; hace eso a partir de la selección de un canon de obras de la cultura griega por los sabios y bibliotecarios identificados como la llamada Escuela de Alejandría14. A partir de un sistema de edición crítica que comparaba las diferentes partes de una obra buscando su coherencia textual, formaron las versiones que conocemos de muchos textos de la cultura griega, que serían también la base para la «rústica Roma», que hereda el «tejido cultural» de los antiguos griegos y durante los siguientes siglos se apropia de esa cultura, combinándola con referencias asiáticas y africanas.

También en Roma se ve aumentado el poder del nombre del autor como un sello de credibilidad para los bienes culturales producidos, lo que todavía no se traduce en protección jurídica ni en control del autor sobre la difusión de su obra. Un ejemplo de ese momento es la historia del poeta Virgilio, que, en el siglo I a. C., fue contratado por el emperador Augusto para crear una epopeya de la fundación de Roma siguiendo los modelos de la Ilíada y la Odisea. Tomando como base los poemas atribuidos a Homero, recrea el viaje de Ulises en Eneas, guerrero que, tras participar en la Guerra de Troya, llega a la Península Itálica y allí encara una serie de aventuras para establecerse. Es conocida la historia de que, al final de su vida, Virgilio ordenó la destrucción de la Eneida por considerarla una obra de propaganda política de Augusto y por no tener la perfección poética deseada. Sin embargo, la Eneida no fue destruida; su derecho como autor de controlar su producción no fue respetado, lo que es representativo del sentimiento de una época en que el derecho moral y estético de la comunidad de disfrutar de la obra del artista tenía prioridad sobre la voluntad del autor15.

El pensamiento común de la sociedad romana en relación a la posesión y a la autoría de los bienes culturales se manifestaba en tres conceptos identificados por un estudio clásico del inglés Harold Ogen White16: «La imitación es esencial, la fabricación es peligrosa, la materia es propiedad colectiva». Esas nociones pueden verse en expresiones como «Oratio publicata, res libera est» («lo publicado pertenece a todos»), atribuida a Quinto Aurelio Símaco, escritor de la Roma del siglo IV d. C.; o como la frase «Las mejores ideas son de todos. Por tanto, dado que lo que es de todos es también de cada uno, toda verdad me pertenece; todo lo que ha sido bien dicho por alguien también es mío»17, de Séneca, filósofo y escritor del siglo I d. C.

No obstante, el esfuerzo por el control de la autenticidad de las obras pasa, a lo largo de los siguientes siglos, a provocar transformaciones que contrastaban con la cultura recombinante de tradición oral, que identificaba las ideas y la obras con la propiedad colectiva. Surge entre algunos filósofos y escritores romanos del período, como Cicerón, Horacio y Séneca, la discusión en torno a la idea de que únicamente la imitación por sí sola no es suficiente, es necesario que sea una imitación creativa18. El plagio, como discusión y como palabra, surge en ese período a partir de Marco Valerio Marcial (40-104). Protegido por la aristocracia y por los emperadores, era un poeta bastante popular de la época, pero, como todos los artistas contemporáneos a él, no vivía de la venta de su obra. Sus diatribas satíricas y autorreferenciales se volvieron célebres —algunas de ellas hablan de restringir el acceso a sus escritos a cambio de un pago, lo que anticipa la idea de obra de arte en términos mercantiles19—. Se puede encontrar un registro de su posición en uno de sus miles de epigramas, una especie de comentario —corto como un tweet del siglo XXI— irónico, muchas veces escatológico y obsceno, sobre alguien o un suceso: «Corre el rumor de que tú, Fidentino, lees mis versos al público como si fueran tuyos. Si quieres que se diga que son míos, te enviaré gratis los poemas; si quieres que se diga que son tuyos, cómpralos, para que dejen de ser míos»20.

Según Perromat21, a Marcial se le atribuye la invención del término plagio en el sentido moderno, ya que antes ese tipo de acción, cuando se identificaba, era llamada «robo» o «hurto» de ideas. El escritor romano crea la expresión a partir del verbo latino plagiare, que en latín significa «revender de modo fraudulento el esclavo o hijo de alguien como propio», delito que en la época era penado con el azotamiento. Marcial usa el término con el nuevo sentido en otro de sus epigramas: «Te encomiendo, Quinciano, mis libritos. Si es que puedo llamar míos a los que recita un poeta amigo tuyo. Si ellos se quejan de su dolorosa esclavitud, acude en su ayuda por entero. Y cuando aquel se proclame su dueño, di que son míos y que han sido liberados. Si lo dices bien alto tres o cuatro veces, harás que se avergüence el plagiario»22.

Aun así, la creciente discusión en torno al plagio en la época se realizaba en el ámbito de la moral y de la estética, no en el sentido legal o criminal. Muchos de los debates intelectuales celebrados en la realidad romana de la época revelaban un creciente juicio negativo sobre la imitación sin creación, la copia simple y pura, pero no llegaron a ser centrales en la crítica literaria romana23. No hay registro de leyes que hayan sido promulgadas para regular o penar esas prácticas. Eso puede haber ocurrido, tanto en Grecia como en Roma, también por la dificultad material de la reproducción, un obstáculo financiero considerable para la circulación de obras consideradas plagios y que probablemente no ayudó a estimular la creación de reglas para eso. Otro factor es que los sistemas jurídicos de la época no consideraban de forma separada las obras artísticas y sus soportes. Para los griegos, por ejemplo, quien adquiriera una obra —por el coste monetario, probablemente una biblioteca o un miembro de la aristocracia— podía utilizar y modificar la obra libremente, sin que el autor tuviera ninguna intromisión. La relación colectiva de posesión de los bienes culturales y la inexistencia de leyes que regularan o castigaran las prácticas consideradas como robo de ideas y publicaciones perduró hasta el siglo XVI, cuando, por primera vez, se dio una concesión estatal (un monopolio) que garantizaba privilegios para imprimir un texto —para la Stationers’ Company—, en Inglaterra— y se decretó el Estatuto de Anne, la primera ley de propiedad intelectual, de 1710, también inglesa.

III.

El período que comprende desde el fin del Imperio Romano hasta la Alta Edad Media es el del surgimiento del cristianismo y el enfrentamiento y la posterior asimilación de la civilización grecorromana. Para la producción cultural, el resultado fue diverso. Perromat y otros historiadores24 afirman que casi todas las versiones de los grandes escritores y pensadores de Grecia y Roma que hoy conservamos son adaptaciones y variaciones realizadas en ese período, cuando no falsificaciones que, después, fueron atribuidas a grandes figuras de la Antigüedad por razón del prestigio que esta indicación, más tarde, empezó a dar.

Otro elemento entonces importante para el cambio de los modos de producción y circulación de bienes culturales en esa época ocurre a partir de la transformación del soporte material de las obras. La caída de un imperio que se extendía por casi toda la Europa que hoy conocemos implica también la ruptura de rutas comerciales y la escasez de algunos recursos, es el caso del principal material utilizado para la fabricación de libros en el mundo grecorromano, el papiro, extraído de la planta Cyperus papyrus, de la familia de las ciperáceas. Material caro y de poca resistencia, provenía del comercio con el norte de África (principalmente Egipto) y con Oriente Medio, disminuyó considerablemente tras la caída del Imperio Romano. Así, alrededor de los siglos IV y V, los libros pasaron a ser fabricados principalmente en pergaminos, nombre dado a una piel de animal, generalmente de cabra, carnero, cordero u oveja, preparada para que se escriba sobre ella —material que, aunque perecedero y caro, pasó a ser el principal utilizado para la fabricación de libros—. También en ese período, estos dejan de ser producidos en rulos, produciéndose en formato de códice25, cercano al del libro como lo conocemos en el siglo XX. El historiador Alberto Manguel habla de que, en el siglo XII, la tecnología para la elaboración de un volumen de la Biblia (Antiguo y Nuevo Testamento) requería pieles de cerca de doscientos animales26.

La consolidación del cristianismo en Europa en los siguientes siglos también trae consigo algunos cambios con respecto a la identificación del autor. En una religión para la que la Biblia era el (único) libro sagrado y cuya autoría27 era, en última instancia, de Dios, de la voluntad de los escritores y de su supuesta singularidad —que llegó a fomentar discusiones iniciales entre griegos y romanos— pasó a depender de la verdad de un único «autor», Dios. El fortalecimiento de la atribución divina a la autoría se consolida como el estándar en la Edad Media a partir de los siglos VII y VIII; hay una tendencia progresiva a considerar cada texto parte de un gran discurso, «una “comunidad de lenguaje” que diluía lo particular en una significación general propicia a la antología, a la expresión estereotipada de la (re)combinación de elementos preexistentes»28, una modalidad de escritura y lectura con un carácter eminentemente colectivo.

Se consolida un discurso en el que diversas personas adaptan, con libertad extrema, los textos (y aquí podemos decir también música y teatro) para fines específicos, la mayoría de las veces con fines de convencer, a partir de una determinada idea, y de establecer un ejemplo moral y ético a ser seguido. Paul Zumthor, en su Essai de poétique médievale29, dice que el texto en ese período funciona independientemente de sus circunstancias; el oyente (la gran mayoría de las obras aquí era oral u convertida en oral) esperaba solo su literariedad, es decir, el significado del «mensaje», y no criticaba las alteraciones de forma que mantuviesen ese significado —es más probable que, ante una mayoría todavía analfabeta, los cambios tampoco serían percibidos—. Así, los autores medievales tenían como método el uso generalizado de materiales de otros por medio de la alusión, interpolación o paráfrasis y, la mayoría de las veces, no especificaban su origen. Fragmentos considerables de textos, en ocasiones muy anteriores, fueron simplemente insertados en nuevas obras, poemas preexistentes se integraron completamente en composiciones literarias30. Sin documentación y sin conocimiento del canon de autores de la época, algunas de esas citas e inserciones jamás serían reconocidas.

A partir del siglo V, el cristianismo pasó no solo a ser la fe más difundida en Occidente, sino también a guiar las obras culturales del período. Una de las consecuencias de ese control fue la desaparición en Europa occidental, entre los años 500 y 700, de varias obras clásicas griegas y romanas —en Bizancio (Constantinopla, actual Estambul, en Turquía) y territorios de mayor influencia islámica al sur y este del continente esas obras permanecieron—. Al sustituir las obras consideradas prescindibles (paganas en su mayoría) por otras de carácter religioso, quienes pasaron a poseer tanto los medios de producción como los conocimientos para publicar y controlar los bienes culturales —la Iglesia y los monjes copistas medievales, en el caso de los libros— contribuyeron a reducir el canon de los autores de la Antigüedad31. En ese sentido es en el que se habla hasta el día de hoy de la Edad Media como un período de apagón cultural, dominado por intereses cristianos, a pesar de que esa imagen se cuestione desde hace tiempo por historiadores como el francés Patrick Boucheron, que recuerda el período como «la adolescencia de la modernidad, su edad ingenua o revoltosa» y dice que, al observar la llamada «Edad Oscura» más de cerca, es posible oír el «tintineo estridente de un ruido alegre y desordenado»32. Solamente a partir de los siglos XIV y XV es cuando cierta tradición clásica sería reintegrada a la tradición europea, especialmente a través de regiones comerciales que mantuvieron una influencia asiática, islámica y bizantina, es el caso del sur de la Península Ibérica y de regiones italianas como Sicilia, Nápoles y Venecia.

CAPÍTULO 2

CULTURA IMPRESA

Barco con diagrama

Todo lo que me han escrito acerca de ese hombre maravilloso visto en Fráncfort es cierto. No he visto Biblias completas, sino solo una serie de cuadernos de diversos libros de la Biblia. La tipografía era muy elegante y legible, no es en absoluto difícil de seguir —vuestra merced sería capaz de leerla sin esfuerzo, y de hecho sin gafas—.

Enea Silvio Bartolomeo Piccolomini, futuro papa Pío II, en carta al cardenal Carvajal, 1455


Considerando que impresores, bibliotecarios y otras personas, reciente y frecuentemente se han tomado la libertad de imprimir, reimprimir y publicar, o hacer que se imprima y reimprima, y han publicado libros y otros escritos, sin el consentimiento de los autores o propietarios de esos libros y escritos, en gran detrimento de estos, y demasiado a menudo causando la ruina de estos y de sus familias; para la prevención de estas prácticas en el futuro, y para alentar al hombre culto a componer y escribir libros útiles, que, por favor, por Su Majestad pueda ser aprobado este estatuto.

Estatuto de Anne, Inglaterra, 1710


No veo razón para conceder ahora un nuevo plazo, lo cual no impedirá que se conceda una y otra vez, con tanta frecuencia como expire el antiguo; así que si esta ley se aprueba, establecerá de hecho un monopolio a perpetuidad, una cosa que con razón es odiosa a los ojos de la ley; será una gran traba al comercio, un gran obstáculo al conocimiento, no supondrá ningún beneficio para los autores, pero sí una gran carga para el público; y todo esto solo para incrementar las ganancias privadas de los libreros.

Parlamento inglés, negando la petición de los libreros de aumentar la extensión del plazo de los derechos de autoría, 1735


El copyright pertenece al autor; el autor, no obstante, no posee máquinas de impresión; tales máquinas las posee el editor; así pues, el autor necesita al editor. ¿Cómo regular esta necesidad? Simple: el autor, interesado en que su obra sea publicada, cede los derechos al editor durante un período determinado. La justificación ideológica ya no se basa en la censura, sino en las necesidades del mercado.

Wu Ming, Notas inéditas sobre copyright y copyleft, 2005

I.

Hacia el 1455, el futuro papa Pío II, Enea Silvio Bartolomeo Piccolomini, andaba por las calles de la región de Fráncfort cuando vio una vitrina con varios cuadernos impresos de un texto que conocía muy bien. En la carta al cardenal Carvajal, relató así el episodio: «Todo lo que me han escrito acerca de ese hombre maravilloso visto en Fráncfort [sic] es cierto. No he visto Biblias completas, sino solo una serie de cuadernos de diversos libros de la Biblia. La tipografía era muy elegante y legible, no es en absoluto difícil de seguir —vuestra merced sería capaz de leerla sin esfuerzo, y de hecho sin gafas—»33. La llamada «Biblia de Gutenberg», también conocida como «Biblia de 42 líneas», se imprimió por primera vez en 1455 y tuvo entre 158 y 180 copias. Constaba del Antiguo Testamento Hebreo y del Nuevo Griego, tal como se conoce hoy la Biblia cristiana, escritos en latín, con 42 (en algunas, 40) líneas, impresa parte en pergamino, parte en papel común de tamaño doble folio, con dos páginas a cada lado del papel (cuatro páginas por hoja).

Nacido en Mainz, sudeste de Alemania, en 1398, el hombre llamado Johannes Gensfleisch zur Laden zum Gutenberg era un joyero y un hábil comerciante antes de trabajar en la impresión y desarrollar el proceso que facilitaría la expansión de las ideas de manera mucho más rápida que la que existía hasta entonces. El sistema de tipos móviles con el que Gutenberg imprimió la Biblia, y el que se popularizó a partir de ese período, no fue —como nunca lo es— una invención a partir de la nada. El proceso de producción manual de libros comenzaba, desde el siglo XII, a experimentar modificaciones consistentes; los papeles volvieron a circular por Europa, y las prensas, grandes bloques de madera que tomaban tinta e imprimían en una superficie, empezaron a hacer de la impresión un proceso industrial más rápido que las manos de los monjes copistas y a volver los libros más baratos que los antiguos libros de papiro de la Antigüedad34. Las contribuciones de Gutenberg al sistema ya utilizado en la época para la impresión fueron principalmente la invención de un proceso de producción en masa de tipo móvil, hecho a partir de una aleación que incluía plomo, estaño y cobre y que podía reutilizarse; el uso de tinta a base de aceite, que se adaptaba mejor a un papel más suave y absorbente probado por él; y el uso de un modelo de prensa que era similar al de tornillo usado en la agricultura de la época, y, por tanto, un objeto que era más familiar a la vida cotidiana agraria de la región.

El surgimiento del proceso de producción en masa de publicaciones, que hoy llamamos impresión, aceleró un proceso de popularización de la cultura escrita35. Los avances propiciados por la impresión facilitaron la difusión de ideas de todo tipo, no solo las de carácter litúrgico y religioso que predominaban en la época. La creciente difusión de publicaciones potenció la creación de lectores y cambió los hábitos de disfrute de bienes culturales. Fue un inicio, poco a poco, del cambio de la experiencia colectiva oral, basada en la representación de quien presentaba el contenido que se quería transmitir, a la experiencia individual, silenciosa y aislada, impresa en papel de forma más duradera y fija que aquella al aire libre, acostumbrada a la libertad de adiciones, apropiaciones e improvisaciones diversas de quien la representaba. «La tendencia a actitudes más individualistas fue fomentada por la posibilidad de imprimir, que ayudó al mismo tiempo a fijar y difundir textos»36.

La expansión de la difusión de publicaciones impresas y el estímulo a un individualismo propiciado por la posibilidad de lectura solitaria se aglutinaron a un humanismo renacentista para modificar también la idea de autoría de entonces. Si, durante buena parte de la Edad Media, la cultura era oral y la autoría era colectiva y difusa, expresión de un deseo divino o arraigado en una cultura popular determinada, y los libros tenían restringida su difusión a la producción artesanal de las iglesias, ahora había elementos para la transformación de la concepción de lo que sería el autor de una obra. Al trasladar al hombre al centro (antropocentrismo) del mundo, el humanismo empezaba a valorar la noción de originalidad e individualidad, que se expresó en la apreciación del estilo y el reconocimiento del enfoque innovador de cada autor, frente a la fuerte dependencia textual de la tradición típica de las obras de la Edad Media37. Teniendo identificado un autor individual, las publicaciones también empezaban a volverse más cerradas, con menor apertura a adiciones o comentarios, como hasta entonces solía ocurrir en las notas de los márgenes de los libros medievales.

Antes de la popularización de la impresión de tipos móviles, la producción de un libro era una tarea difícil, cara y artesanal, prácticamente restringida al ámbito de la Iglesia Católica y sus monjes copistas. Después de Gutenberg, el libro podía ser impreso a escala industrial, por comerciantes y empresarios que tuvieran dinero para comprar las máquinas necesarias y organizar sus modelos de producción, lo que ya era un cambio considerable en el sistema de circulación de conocimiento de la época: posibilitaba la difusión de ideas, bienes culturales e información más allá del control de la Iglesia. No por casualidad, es en ese período cuando ocurre la Reforma Protestante, movimiento religioso que cuestionó los dogmas del catolicismo de la época, inaugurado a partir de las famosas noventa y cinco tesis escritas por Martín Lutero en Wittenberg, Alemania, en octubre de 1517. Las pequeñas imprentas, muchas veces clandestinas, fueron los canales de difusión de las ideas reformistas por toda Europa.

El universo (o revolución) inaugurado por Gutenberg afianzó también la idea de un mercado para bienes culturales y le dio a estos características determinadas según las condiciones de producción en masa. Imprimir un libro aún era un proceso caro, que requería una considerable suma de dinero para realizarse. Pero, con la novedad de la prensa de tipos móviles, se volvió también un negocio lucrativo; un solo libro, que tardaría meses en ser producido artesanalmente en los monasterios, se convirtió en 500, 1 000 o más ejemplares impresos en pocos días y distribuidos en las principales ciudades de la época, lo que generó una red potente que atrajo a banqueros para financiar a los impresores, vendedores para comercializar las obras, vendedores ambulantes para transportarlas y nuevos lectores, muchas veces alfabetizados a partir de las publicaciones que comenzaron a circular en la época.

Como la Iglesia y las monarquías europeas no querían perder el control de la propagación de ideas, los conflictos fueron inevitables. En el primer caso, el miedo a la difusión de los principios de la Reforma Protestante dio lugar a persecuciones de varios impresores de la época, lo que años después dio lugar a la creación, en 1559, del Index, lista de publicaciones consideradas heréticas y prohibidas por la Iglesia Católica, con sus editores inhabilitados38. La creación de un mercado de publicación, a su vez, hizo que los gobiernos monárquicos de la época establecieran reglas para controlar las relaciones entre quien escribía un libro, quien vendía y quien lo leía. Hasta entonces, cualquier persona que tuviera acceso a una imprenta o alguien que la tuviera podía imprimir copias de lo que quisiera sin que nadie reclamara legalmente la exclusividad de la producción y circulación de las obras que iban a imprimirse. Además, era común que una obra, bien vendida en una determinada región, fuera publicada como novedad en otra a partir de diversas traducciones y adaptaciones sin ningún tipo de control. En una época en la que, en Europa, Portugal, España, Inglaterra y Francia empezaban a organizarse como Estados nación y las actuales Alemania, Italia, Bélgica, Austria, Polonia, entre otras, se dividían en cientos de ciudades-Estado independientes, no había legislaciones que regularan la circulación de las obras en todas esas regiones; a lo sumo cada ciudad o región contaba con sus propias reglas, que no valían para otras. No existía ninguna distinción entre lo que sería una obra «oficial» y una «pirata».

II.

Correspondieron a la República de Venecia y a Inglaterra las primeras labores más consolidadas de ofrecer licencias exclusivas a algunos editores para la publicación de determinados libros. En la ciudad italiana, conocida por su activo comercio marítimo con asiáticos, árabes, bizantinos, africanos y por el heterogéneo tráfico de nobles, banqueros, marineros, delincuentes y vendedores de los sitios más variados, en 1486 se estableció el primer privilegio para la publicación exclusiva de un libro. La obra escogida, Rerum venetarum ab urbe condita opus, es un resumen de la historia de la Serenísima, como era conocida Venecia, escrita por Marcus Antonius Coccius Sabellicus, historiador italiano, a quien el consejo que administraba la ciudad concedió un permiso especial para escoger un único editor del libro en el territorio veneciano39. Algunos años después, los privilegios reales para determinados impresores se consolidaron para más obras en Venecia (1498) y se propagaron también a otras ciudades italianas, como Florencia y Roma, así como a Francia y otras ciudades-Estado alemanas, con un mismo objetivo: garantizar a ciertos impresores la exclusividad de publicación de determinados libros, con el fin de que solamente ellos se pudieran lucrar con su comercialización40.

En Inglaterra, 1557 es el año de las primeras licencias dadas a impresores, concedidas por la reina Mary a un grupo de Londres conocido como Stationers’ Company, formado en 140341 por artesanos relacionados con la circulación y venta de libros y otros materiales de impresión. Al ser uno de los primeros grupos organizados que trabajaban en el nuevo negocio, presionaron a la monarquía inglesa para tener exclusividad de producción y venta de publicaciones, y consiguieron un privilegio que, en la práctica, dio a Stationers’ Company el monopolio de la copia y difusión de libros. A partir de entonces, solamente podían imprimirse legalmente en Inglaterra obras que tuvieran autorización real y que estuvieran listadas en el registro oficial en nombre de un editor relacionado con la empresa. Era un derecho a copiar (right to copy) otorgado a algunos impresores, que, con eso, se convertían en los únicos con privilegios sobre determinadas obras. No había mención a derechos patrimoniales, morales o estéticos de los autores de una determinada obra.

Después de un siglo y medio de monopolio, Stationers’ Company estaba cada vez más amenazada por los libreros de provincias alejadas de Londres —escoceses e irlandeses principalmente—. La empresa pidió entonces al Parlamento inglés una nueva ley para alargar su derecho exclusivo sobre la copia de libros. La respuesta fue la creación del Estatuto de Anne, aprobado en 1710 por el Parlamento británico y considerado la primera ley de copyright del mundo y base para una parte de las legislaciones hasta hoy, más de tres siglos después. Fue un duro golpe contra el privilegio de Stationers’ Company, porque la ley designó a los autores (y no más a los editores) como los propietarios de sus obras. El texto de la ley comenzaba así:

Considerando que impresores, bibliotecarios y otras personas, reciente y frecuentemente se han tomado la libertad de imprimir, reimprimir y publicar, o hacer que se imprima y reimprima, y han publicado libros y otros escritos, sin el consentimiento de los autores o propietarios de esos libros y escritos, en gran detrimento de estos, y demasiado a menudo causando la ruina de estos y de sus familias; para la prevención de estas prácticas en el futuro, y para alentar al hombre culto a componer y escribir libros útiles, que, por favor, por Su Majestad pueda ser aprobado este estatuto.42

Antes exclusivos de los miembros de Stationers’ Company, los derechos sobre la impresión y reimpresión de libros pasaron a ser del autor —o de otra persona a la que este le diera autorización— tan pronto como fueran publicados. Una limitación importante era que la ley otorgaba ese derecho solo durante un período determinado: 14 años, renovable solo mientras el autor estuviera vivo, y 21 años para obras publicadas antes de aquel momento. Al final de ese período, el copyright expiraba y la obra era entonces libre de ser publicada por cualquiera. La pena para quien no cumpliera el estatuto era la destrucción de las copias y el pago de multas al propietario de los derechos.

Para algunos investigadores e historiadores del derecho de autor, la intención de la ley era acabar con el monopolio de Stationers’ Company —y no dar los derechos de copia e impresión al autor—. Hubo presiones de varios bandos para acabar con el monopolio de la empresa, acusada de «vender la libertad de Inglaterra para garantizarse los beneficios de un monopolio»43. El escritor inglés John Milton, autor de Paraíso perdido (1667), decía en esa época que los impresores de Stationers’ Company eran «monopolizadores del negocio de los libros, hombres que por tanto no trabajan en una profesión honrada a la cual se debe el conocimiento»44. El notorio poder que los libreros ejercían sobre la difusión del conocimiento a través de los monopolios estaría perjudicando su libre propagación.

Al aprobar el Estatuto de Anne, el Parlamento británico también buscaba aumentar la competición entre los libreros y, con eso, en teoría, fomentar la mayor circulación de publicaciones. Con esa perspectiva, limitar el período del copyright fue necesario para garantizar que las publicaciones se volverían abiertas para que cualquier distribuidor las publicara después de cierto tiempo. «Determinar que el plazo para las obras ya existentes [fue]era de solo veintiún años fue un compromiso para luchar contra el poder de los libreros. La limitación en los plazos fue una forma indirecta de asegurar la competencia entre libreros, y de este modo la producción y difusión de cultura»45.

III.

Promulgado en Inglaterra, lo cierto es que el Estatuto de Anne no fue obedecido inmediatamente. Nació como una ley cuyas interpretaciones, tal vez por la novedad de la concepción que introdujo, fueron disputadas en los tribunales durante muchas décadas, lo que da muestra, relevante todavía hoy, de qué intereses están en juego cuando se habla de los enfrentamientos entre productores, intermediarios y público. Stationers’ Company y otros libreros surgidos después ignoraron la legislación y continuaron insistiendo en el derecho perpetuo de controlar sus publicaciones a su voluntad durante décadas.

En 1735, ya transcurridos los primeros 21 años de expiración de obras siguiendo el Estatuto (1710 + 21), los libreros trataban de persuadir al Parlamento para extender los períodos, para legalizar la explotación comercial de las obras durante más tiempo. El texto en el que el Parlamento comunicó su decisión —negativa— aporta un determinado zeitgeist (espíritu del tiempo) de crítica a los monopolios, sobre todo los de la Corona inglesa, bastante presente en el país durante los siglos XVII y XVIII. Conviene recordar que la llamada Guerra Civil Inglesa (1642-1651), raro período en que Inglaterra no tuvo un monarca como su principal gobernante, fue en parte provocada por las prácticas de la Corona de mantener monopolios:

No veo razón para conceder ahora un nuevo plazo, lo cual no impedirá que se conceda una y otra vez, con tanta frecuencia como expire el antiguo; así que si esta ley se aprueba, establecerá de hecho un monopolio a perpetuidad, una cosa que con razón es odiosa a los ojos de la ley; será una gran traba al comercio, un gran obstáculo al conocimiento, no supondrá ningún beneficio para los autores, pero sí una gran carga para el público; y todo esto solo para incrementar las ganancias privadas de los libreros.46

Sin haber conseguido la extensión del período inicial de copyright, los editores todavía siguieron con disputas en los tribunales ingleses durante algunas décadas. En la defensa de las demandas contra unos y otros, empezaron también a evocar los derechos que los autores tendrían sobre las obras como estrategia de argumentación para garantizar la explotación comercial de sus publicaciones durante más tiempo. Usaban artimañas jurídicas para eso, como muestra uno de los casos más famosos de la época, Millar vs. Taylor, en 1769. Millar era un librero activo en Londres asociado a Stationers’ Company que, en 1729, compró los derechos de copia del poema del escritor James Thomson Las estaciones, pagando entonces 105 £. Tras terminar el período de copyright, 14 años según el Estatuto de Anne, Robert Taylor, otro editor inglés, comenzó a vender una edición de los poemas en los mercados londinenses que competía con la de Millar —a quien no le gustó y que, con el apoyo de la empresa de la que formaba parte, denunció a Taylor—. La argumentación jurídica usada en el proceso fue que Millar, habiendo pagado al autor, tenía el derecho perpetuo sobre la obra.

Un conocido juez inglés, el señor Mansfield, falló a favor de la causa de Millar. A su entender, cualquier protección dada por el Estatuto de Anne a los libreros no anulaba los derechos de la common law inglesa, un sistema jurídico en el que decisiones judiciales y leyes precedentes —llamadas jurisprudencias— tenían más peso que las acciones legislativas o ejecutivas, el caso del estatuto. En ese sistema, la decisión que se tome en un caso depende de otras medidas adoptadas para casos anteriores, quedando a cargo del juez la decisión final. En caso de que el juez no encuentre una jurisprudencia adecuada para la situación, tiene el poder de crear una y establecer un precedente, que pasa a ser llamado de common law y es vinculante para todas las decisiones futuras.

En el caso de Millar vs. Taylor, el derecho perpetuo de los editores para copiar, imprimir y reimprimir una obra fue interpretado como una common law por el juez Mansfield. Alegaba que esa ley garantizaría una protección para el autor contra futuros editores «piratas», lo que, en la interpretación usada en el proceso, podría impedir que la segunda edición de Las estaciones hecha por Taylor fuera publicada sin el permiso del autor de la primera, Millar. La decisión del juez Mansfield volvía inútil el Estatuto de Anne y daba a los libreros un derecho perpetuo de controlar la publicación de todos los libros cuyos copyrights poseyeran.

Cinco años después, sin embargo, la decisión fue revocada en otro caso famoso de la época, Donaldson vs. Beckett47. Millar murió poco después de su victoria y vendió su patrimonio a un sindicato de distribuidores de libros, del que formaba parte un individuo llamado Thomas Beckett. Por otro lado, Alexander Donaldson era un librero escocés que publicaba ediciones baratas de obras cuyo período de copyright hubiera expirado, lo que hacía que fuera considerado un editor «pirata» por los ingleses de Londres. Tras la muerte de Millar, el escocés publicó una edición no autorizada de los trabajos del poeta Thomson; Beckett, basándose en la decisión anterior favorable a Millar, obtuvo una orden judicial contra él. Donaldson entonces apeló a la Cámara de los Lores, una especie de Tribunal Supremo de la época que tomaba decisiones que no pocas veces movilizaban a «hinchas» en ambos lados. Por una mayoría de dos a uno, la Cámara de los Lores decidió a favor de Donaldson contra el argumento de los copyrights perpetuos —que, cinco años antes, el juez Mansfield había acatado en pro de Millar—. Los lores ahora aceptaron la alegación de los abogados del librero escocés: cualquier derecho que hubiera existido antes, basado en el derecho común, había terminado con el Estatuto de Anne, que pasaba entonces a ser la única regulación jurídica para el derecho de copia de publicaciones impresas. Después de que el período definido por el estatuto (14 o 21 años, dependiendo del caso) hubiera expirado, los trabajos que estaban originalmente protegidos —los de autores como William Shakespeare y John Milton, por ejemplo— perdían tal protección y podían ser usados, adaptados y comercializados libremente, pues pasaban a dominio público —una noción que, aunque existe desde los griegos y romanos48, pasó en ese momento a ser validada por primera vez en la historia del sistema jurídico anglosajón—.

IV.

La noción de copyright que surgió en la época del Estatuto de Anne era específica: prohibía a otros reeditar un libro impreso. Era un derecho ligado a un bien que, a su vez, se relacionaba directamente a una tecnología que lo producía —en la época, máquinas de impresión de tipos móviles—. En la Inglaterra del siglo XVIII, el copyright todavía se limitaba a determinar quién, y durante cuánto tiempo, podría copiar y distribuir un bien cultural en formato impreso. No mencionaba derechos para los autores, como la remuneración por la obra o la posibilidad de adaptación de esta, ni citaba otras artes o soportes. Aunque los libreros ingleses evocaran la protección del autor en sus defensas jurídicas, se trataba más de una artimaña para proteger intereses de ciertos grupos que comenzaban a industrializarse que de un sistema jurídico de protección para quien creaba49.

Para el colectivo italiano Wu Ming, la ley de copyright del Estatuto de Anne surgió de la necesidad de censura preventiva y de restricción al acceso a los medios de producción cultural —de la limitación, por tanto, a la difusión de ideas—. La intención de los impresores al buscar la creación del Estatuto de Anne por el Parlamento inglés sería la de reconocer la legitimidad de sus intereses y crear una legislación que trabajara a su favor. El argumento aquí es «el copyright pertenece al autor; el autor, no obstante, no posee máquinas de impresión; tales máquinas las posee el editor; así pues, el autor necesita al editor. ¿Cómo regular esta necesidad? Simple: el autor, interesado en que su obra sea publicada, cede los derechos al editor durante un período determinado. La justificación ideológica ya no se basa en la censura, sino en las necesidades del mercado»50.

La creación de un sistema que regulara no solo los derechos exclusivos de copiar, imprimir y vender una determinada obra, sino también la propiedad de la ideas, surgiría prácticamente en la misma época, pero del otro lado del canal de la Mancha.

CAPÍTULO 3

CULTURA PROPIETARIA

Barco con símbolo anticopyright

Se considera que no puede haber relación entre la propiedad de una obra y la de un campo, que puede ser cultivado por un solo hombre, o de un mueble que solo sirve a un hombre; por consiguiente, la propiedad exclusiva se basa en la naturaleza de la cosa. Así, la propiedad literaria no se deriva del orden natural, ni se defiende por la fuerza social, sino que es una propiedad fundada por la propia sociedad. No es un verdadero derecho, es un privilegio.

Marqués de Condorcet, Fragmentos sobre la libertad de prensa, 1776


Si la naturaleza ha producido una cosa menos susceptible de propiedad exclusiva que todas las demás, esa cosa es la acción del poder de pensar que llamamos «idea», que un individuo puede poseer con exclusividad mientras que la guarde para sí; pero, en el momento en que se divulga, esta es forzosamente poseída por todo el mundo, y el receptor no se puede desembarazarse de ella. Su carácter peculiar también es que nadie la posee menos, porque todos los demás la poseen íntegramente. Aquel que recibe una idea de mí recibe la instrucción para sí, sin disminuir la mía; como quien enciende su vela en la mía, recibe luz sin oscurecer la mía.

Thomas Jefferson, en la carta a Isaac McPherson, 1813

I.

La noción de que alguien tenga la propiedad de una idea, que se volvió común en la sociedad occidental en los siglos siguientes, tanto entonces como ahora, sigue teniendo algo de extraño: ¿cómo puedes ser dueño de algo que yo continúo teniendo? ¿Eso por qué es un robo? Entendemos más fácilmente la idea de robo cuando, por ejemplo, cojo un pimentero de la cocina de tu casa. Estoy cogiendo algo, un vidrio que contiene pimienta, y, tras ese acto, no vas a tener más ese pimentero en tu cocina. ¿Pero qué estoy robando si, después de probar tu pimienta en un plato que cocinaste, tomo la idea de usar esa pimienta en un plato y voy al mercado a comprar un vidrio de pimienta igual al que tienes? ¿Qué estaría robando en este caso51?

Sabemos que ideas, historias, canciones, poemas, obras de teatro no tienen la misma naturaleza que objetos materiales como tierras, casas, vehículos, molinos, arados, joyas. Podemos, por ejemplo, escuchar una grabación de una canción mediante algún aparato en un determinado lugar al mismo tiempo que el compositor de la música la toca en otro —y esto no priva ni obstaculiza la escucha de ambos—. «Aquel que recibe una idea de mí recibe la instrucción para sí, sin disminuir la mía; como quien enciende su vela en la mía, recibe luz sin oscurecer la mía», dijo Thomas Jefferson, considerado uno de los padres fundadores de los Estados Unidos, presidente del país entre 1801 y 1809, en una carta de 181352. Si las ideas son libres, no competidoras, virales, asociadas y combinadas unas con otras sean cuales sean sus territorios u orígenes, modificándose de acuerdo al uso y la creatividad de cada uno como el fuego, ¿por qué transformarlas en propiedad intelectual53?

El mismo Jefferson respondió en su época: «para que los creadores de ideas no pierdan la motivación de crear y expresar sus ideas, es necesario un estímulo material para quien “crea” o “expresa las ideas”. Para que sean asimiladas por todos los que las reciben, las ideas deben ser especialmente protegidas, para que cada vez que alguien las usa, el “creador” tenga su recompensa»54. Siendo Jefferson uno de sus artífices, la Constitución de los Estados Unidos, promulgada en 1789, 79 años después del Estatuto de Anne y el mismo año que las primeras leyes de derecho de autor en Francia, ya citaba en una de sus cláusulas «el congreso debe tener el poder de promover el progreso de las ciencias y de las artes útiles asegurando a los autores e inventores, por un período limitado, el derecho exclusivo a sus escritos y descubrimientos»55.

Las primeras legislaciones que tratan de regular la propiedad intelectual establecen legalmente aquello que todavía hoy es el principal conflicto: conciliar la remuneración de los creadores con el derecho de acceso a las creaciones artísticas. Al implantar el producto de una determinada creación intelectual como una mercancía con valor financiero de cambio, el pago material por una idea concreta va, en muchos casos del siglo XIX en adelante, a entrar en conflicto con el mantenimiento de un amplio dominio público de ideas común a la humanidad. La cuestión planteada en esa época se repite todavía hoy: ¿hasta qué punto la introducción del derecho a la propiedad intelectual, en vez de promover, restringe el progreso del conocimiento, de la cultura y de la tecnología?

II.

Hay diferencias sustanciales entre las características de la propiedad intelectual y las de la propiedad material. Muchas de ellas se establecieron en el período lleno de revoluciones, difusión de ideas y creaciones tecnológicas que va desde mediados del siglo XVIII hasta el final del XIX, momento en que la discusión en torno a la propiedad pasaba por un período de transformaciones en Europa. La decadencia del sistema feudal, el florecimiento de la burguesía comercial, la proliferación de ideas a partir de publicaciones impresas, el crecimiento del individualismo, las navegaciones que dieron lugar a la invasión de América, entre otras cuestiones relacionadas, fueron importantes para que se discutiera el estatus de la propiedad que hasta entonces, literalmente, reinaba en los países europeos. La mayor parte de las tierras y de bienes materiales hasta el siglo XVIII pertenecía a las muchas monarquías que gobernaban el continente europeo, a la Iglesia católica, a los nobles de cada región y, en menor escala, a las comunidades que administraban de forma colectiva sus tierras y otros recursos naturales, como bosques y lagos. Las diversas guerras en la Inglaterra del siglo XVII y la Revolución francesa a final del siglo XVIII tuvieron como uno de sus motivos principales la quiebra de la relación señor-vasallo que había en la gestión de las propiedades materiales hasta entonces y, en consecuencia, el establecimiento de nuevas leyes que frenaran el control real de las tierras y que regularan la propiedad.

Una de las formas de legitimar intelectualmente la propiedad privada se dio con las ideas liberales, que defendían el individualismo y la limitación del poder del Estado absolutista de la época. Uno de los divulgadores más importantes de esas ideas, el inglés John Locke (1632-1704) decía que la propiedad, así como el derecho a la vida y a la libertad, era un derecho natural, es decir, inherente al hombre56, creado por Dios en el momento de la creación del mundo. Locke decía que, como fruto legítimo de su trabajo, cada hombre tendría derecho a una propiedad; «cualquier cosa que él [el hombre] no saque del estado con que la naturaleza la promovió y dejó, la mezcla él con su trabajo y le junta algo que es suyo, transformándola en su propiedad»57. Como límite a esa propiedad, señaló la necesidad de que las cosas en ese «estado con el que la naturaleza las creó» permanecieran de manera que fueran «suficientes para los demás, en cantidad y cualidad». Aquí ya está el embrión de los debates modernos que se harán entre lo público y lo privado en el derecho de propiedad y en torno al concepto del procomún58.

Al defender la propiedad como un derecho natural, principalmente en Dos tratados sobre el gobierno civil (1689), el filósofo inglés definía la noción de propiedad esencial para el desarrollo de la libertad individual, una idea que sería clave para que la burguesía en ascenso se librara de las limitaciones sociales impuestas por las monarquías absolutistas, que dificultaban la movilidad social y el libre comercio. La noción de propiedad privada divulgada por Locke ganó influencia y se extendió como aquella que sustituiría, en el pensamiento occidental de la época, a la concepción feudal de propiedad, real, hereditaria e inmutable. Sería usada también como base ideológica para la construcción de una forma de entender la propiedad privada material como fruto del trabajo y un derecho del hombre que se difundiría en las siguientes décadas y siglos, manteniéndose hasta el día de hoy.

Durante los siglos XVII y XVIII, la discusión sobre la propiedad afloraba también en Francia, a partir de las ideas liberales y en debates que involucraban a filósofos ilustrados de la época, como Rousseau, Diderot y Voltaire. Como Inglaterra, España y otros países gobernados por monarquías en la Europa de la época, Francia tenía su sistema de privilegios, otorgado a determinados grupos profesionales por los reyes —entre ellos el de los impresores, implantado desde mediados del siglo XVI—. En 1777, la monarquía francesa concedió los llamados «privilegios de autor» (privilèges d’auteur), que, distintos a los «privilegios de los editores» (privilèges en librairie), ya existentes, no trataba solo del período y de la forma de comercialización de las obras (como el copyright inglés establecido por el Estatuto de Anne), sino del reconocimiento perpetuo de propiedad de las ideas. Se considera un primer —aunque todavía incipiente— derecho concedido a los autores, fruto de la aplicación de la noción de propiedad privada como derecho natural también para las ideas.

Entre 1763 y 1764, por encargo de la comunidad de los editores parisinos, entonces preocupada con la posible supresión de los derechos editoriales que les garantizaban la exclusividad sobre las obras, el francés Denis Diderot (1713-1784) escribe la llamada Carta sobre el comercio de libros. El texto busca acercar la propiedad literaria (como todavía era llamada en esa época también en Francia) a la de bienes materiales y defender la propiedad perpetua de los autores y, por extensión, de los editores, sobre las creaciones «del espíritu humano». Dice:

¿Una obra no pertenece tanto a su autor como su casa o sus tierras? ¿No puede este alienar para siempre su propiedad? ¿Se permitiría, por cualquier razón o pretexto, expoliar a aquel que libremente lo sustituyó en sus derechos? ¿Ese sustituto no merece tener para ese derecho toda la protección que el gobierno concede a los propietarios contra los otros tipos de usurpadores?59

Diderot, que había editado junto a D’Alembert la primera enciclopedia entre 1751 y 1772, también defendía la extensión del derecho de autor a sus «sustitutos», los editores, que, en su formulación, compraban legítimamente las obras de sus creadores, teniendo así los derechos sobre estas. Era un discurso que tomaba prestada de Locke la noción de derecho a la propiedad como natural y buscaba aplicarla también a los bienes intelectuales, lo que otorgaba al autor una propiedad absoluta e inviolable sobre su obra, por tiempo indefinido. También era un pensamiento con el que estaba de acuerdo la burguesía comercial e industrial de la época, que buscaba cambiar el control real ejercido a través de la concesión de privilegios por otro, basado en el derecho natural y ejercido por el mercado.

Aunque encontraran acogida en la sociedad francesa de la época, las ideas de Diderot sobre los derechos de autor tenían oposición incluso dentro del liberalismo predominante en el ambiente intelectual. Marie Jean Antoine Nicolas de Caritat, conocido como marqués de Condorcet (1743-1794), no estaba de acuerdo con la idea de que el autor sea el legítimo propietario de sus obras por tiempo indeterminado. En un libro llamado Fragmentos sobre la libertad de prensa, Condorcet resalta la importancia del interés público, critica la idea del monopolio comercial de los editores y rechaza la idea de equiparar la propiedad literaria a las demás formas de propiedad material.

Se considera que no puede haber relación entre la propiedad de una obra y la de un campo, que puede ser cultivado por un solo hombre, o de un mueble que solo sirve a un hombre; por consiguiente, la propiedad exclusiva se basa en la naturaleza de la cosa. Así, la propiedad literaria no se deriva del orden natural, ni se defiende por la fuerza social, sino que es una propiedad fundada por la propia sociedad. No es un verdadero derecho [véritable droit], es un privilegio [privilège].60

En nombre de un ideal social también presente en la Ilustración, el de la universalización del conocimiento, Condorcet y otros de la época defendían la libre circulación de los textos y el fin de la apropiación privada de una idea —todo privilegio sería un restricción al derecho de acceso de otros ciudadanos, siendo, por tanto, nocivo a la libertad—. También en Fragmentos sobre la libertad de prensa, Condorcet se pregunta si los privilegios son necesarios, útiles o nocivos al progreso de «las Luces» —como solía llamarse al conocimiento en esa época—. Él mismo responde que no; la propiedad literaria es «innecesaria, inútil e incluso injusta»61. A partir de ahí, defiende que una legislación que concede a los autores el derecho de propiedad sobre sus obras no influencia positivamente el descubrimiento de verdades útiles, «sino que comprende de manera nefasta la manera en que esas verdades se difunden, siendo una de las principales causas de diferencia en la sociedad entre los hombres ilustrados o cultos y la masa inculta, para quien la mayor parte de las verdades permanece desconocida»62. Condorcet pensaba que un mundo en que las ideas pudieran circular libremente sería aquel en que debería haber libertad de creación, reproducción y difusión del conocimiento y del arte, lo que volvería inapropiada cualquier apropiación individual de los bienes culturales —un principio que volverá a oírse en las ideas de cultura libre del siglo XX—.

El choque de ideas entre Diderot y Condorcet, entre otros, fomentaría la creación de leyes durante un evento fundamental para la disminución de los privilegios reales y de la propia monarquía en Europa, la Revolución Francesa (1789-1799). En sus primeros años, los revolucionarios establecieron la abolición de los privilegios comerciales (como diversos otros) otorgados por el gobierno del rey Luis XVI —entre ellos, los «privilegios de los editores»— y crearon leyes que formarían las bases del sistema que, a partir de entonces, sería conocido como droit d’auteur (derecho de autor). La ley «Sobre el trabajo del congreso sobre la propiedad literaria y artística»63, de 1791, concede un monopolio de explotación de artistas del teatro sobre la representación de sus obras durante toda su vida y hasta cinco años después de su muerte. Dos años después, otra ley aumenta el beneficio para artistas de otras áreas y hasta diez años tras la muerte de los autores. Inspiradas por los discursos tanto de Diderot como de Condorcet, influenciadas también por Locke, Rosseau y otros, las leyes trataban de conciliar los diversos intereses enfrentados involucrados. Por un lado, consagraron la idea de Diderot sobre el carácter sagrado de la creatividad individual y la inviolabilidad del derecho de autor; por otro, hubo también lugar para la noción de Condorcet de que, tras cierto tiempo (en un primer momento cinco, después diez años tras la muerte del autor), la obra debería pertenecer al dominio público, para el progreso de «las Luces» y del conocimiento universal.

De esta época en adelante se consolidaron el copyright inglés y el derecho de autor francés como los principales sistemas de leyes, los cuales regulan hasta hoy la creación de bienes culturales (e intelectuales) en Occidente. Una de las diferencias entre los dos sistemas era la cuestión del soporte: el copyright era válido inicialmente para una obra solo cuando esta se materializaba en un soporte físico, como un libro impreso. Sin embargo, en el droit d’auteur, ese prerrequisito del soporte no existía: las leyes pasarían a proteger la autoría y la integridad de la obra (los derechos morales) incluso cuando esta aún fuera una idea y no estuviera materializada en algún formato. Otras diferencias entre los dos sistemas todavía convivirían y se volverían más complejas a lo largo de disputas teóricas y filosóficas durante el siglo XIX, período en que varios países empezaron a adoptar por primera vez legislaciones que regulaban la propiedad intelectual, entre ellos Brasil64. En la teoría jurídica, se acordó relacionar el copyright como una opción utilitarista, una licencia dada a los propietarios de una obra para su explotación comercial durante un tiempo determinado, con el objetivo de recuperar los costes empleados en la producción y obtener nuevas inversiones durante el período, al tiempo que el droit d’auteur, por lo menos en su inicio, sería una opción marcada por la influencia del derecho natural, que, si tuviera éxito, tal como Diderot y otros defendían, convertiría el derecho de autor en permanente y hereditario, lo que podría haber llevado a la comercialización y privatización de todos los bienes culturales y a la ausencia de un dominio público. La reglamentación creada en Francia durante la época de la Revolución Francesa restringió ese derecho a un determinado período, lo que, de cierta forma, mezcló las dos influencias, utilitarista y del derecho natural, tanto en la legislación francesa como en la de países que adoptaron el copyright, como Inglaterra y Estados Unidos65.

Después de esta primera consolidación jurídica de la propiedad intelectual, algunos tratados de las décadas siguientes serían responsables de la determinación de estándares internacionales que buscaban acordar algunos puntos comunes entre los países que estaban más influidos por el sistema del copyright (Inglaterra, Estados Unidos y buena parte de las excolonias anglosajonas) y los de mayor incidencia de los derechos de autor (Francia, Alemania, España y la mayor parte de América Latina, incluido Brasil). La Convención de Berna, firmada durante la década de 1880, fue el principal de esos tratados, promovida por la Asociación Literaria y Artística Internacional, grupo creado en 1878 por influencia del escritor francés Victor Hugo. La propuesta era definir estándares jurídicos que sirvieran para varios países y, así, evitar que una determinada obra protegida por copyright en Inglaterra, por ejemplo, pudiera ser copiada y vendida por cualquiera en Francia, actuación que era común en la época y no gustaba a muchos escritores, caso del mismo Victor Hugo (autor de, entre otros, Los miserables, de 1862) y también de Charles Dickens, a quien, para su ira66, republicaron varias obras que escribió, publicadas originalmente en Inglaterra, en grandes tiradas sin su autorización en Estados Unidos.

La Convención de Berna fue firmada en 1886 por países como Francia, Bélgica, España, Suiza, Alemania, Haití, Túnez e Italia, y tuvo como resultado la definición de derechos exclusivos —que a partir de entonces necesitaban autorización legal— para la traducción de obras, la adaptación y reorganización, la lectura y representación en lugares públicos, teatros y salas de concierto, la reproducción de copias impresas, entre otros usos. Algunos países que habían adaptado el sistema influenciado por el copyright se opusieron a algunas definiciones; es el caso de Inglaterra, que firmaría la convención el año siguiente, pero no seguiría gran parte de las disposiciones hasta un siglo después, en 198867, y de Estados Unidos, que se negó a firmar con el pretexto de que el acuerdo establecido en Berna cambiaría de forma significativa su legislación de derecho de autor —y solo hicieron efectivas todas las reglas del acuerdo internacional en 198968—. A pesar de las oposiciones, la Convención de Berna se consolidó como el tratado de propiedad intelectual más aceptado del mundo; dio origen a entidades internacionales69 de administración de esos derechos y pasó también a orientar los cambios que las nuevas tecnologías desarrolladas en las décadas siguientes y en el siglo XX causarían en la producción y difusión de bienes culturales.

III.

La creación de una noción de propiedad intelectual en el siglo XIX está también ligada a las nuevas tecnologías de reproducción y expresión desarrolladas en ese período. Así como, en el siglo XVI, los primeros privilegios para los impresores y el copyright surgieron después de la invención y la propagación de la máquina de impresión de tipos móviles en Europa, también las nuevas formas de reglamentar la creación y la reproducción de bienes culturales se dan con la introducción de nuevas tecnologías. No obstante, al contrario que las máquinas de impresión, que hicieron circular ideas en diferentes formatos, pero solamente en un tipo de soporte, las tecnologías del siglo XIX amplían los soportes de transmisión de ideas al audio y las imágenes, lo que también aumenta la velocidad de circulación de la información y empieza a dar fin al impreso como principal soporte de disfrute y consumo de bienes culturales.

Las maneras en que las invenciones tecnológicas del siglo XIX se relacionan e influencian unas a otras son diversas y complejas. Para facilitar y analizar ciertos impactos, podemos dividir esas tecnologías en dos grupos: las tecnologías de comunicación, que, al acortar distancias y conectar de forma más rápida a personas en diferentes lugares, aumentaron el intercambio de nueva información, como es el caso del telégrafo, del teléfono y de la radio —todas, a su vez, muy relacionadas con la expansión de los medios de transporte, como el tren, el barco de vapor y el automóvil—; y las tecnologías de grabación y reproducción, aquí consideradas tanto las de sonido, como el gramófono y el fonógrafo, como las de imagen, que combinaron tradiciones antiguas hechas de trucos físicos y mezclas químicas de sustancias con nuevas técnicas e invenciones provenientes de la expansión de la ciencia —y también de la industria— de la época, es el caso principalmente de la fotografía y del cine.

En el grupo de tecnologías de comunicación, el telégrafo inauguró, en la primera mitad del siglo XIX, una nueva era de difusión de información al transmitir mensajes mediante impulsos eléctricos a regiones separadas por miles de kilómetros. Su creación estaba asociada al desarrollo del ferrocarril, que exigía métodos instantáneos de señalización por seguridad, «aunque hubiera algunos hilos telegráficos que seguían las vías, no de los ferrocarriles, sino de los canales»70. Se atribuye a los ingleses William Fothergill Cooke y Charles Wheatstone el origen de un primer sistema de uso comercial del telégrafo, en 1837, con el objetivo de acompañar la construcción del ferrocarril entre Londres y Birmingham, en Inglaterra71. En las décadas siguientes se popularizaría como un servicio proporcionado por el Estado en la mayor parte de Occidente, lo que aumentó a niveles entonces desconocidos la velocidad de transmisión de información, pública y privada, local y regional, nacional e imperial.

El año que se conoció como el de la primera transmisión telegráfica es recordado por nosotros hasta hoy por ser también el de la publicación de la patente de invención, por los ya citados Cooke y Wheatstone. Aquí vale recordar que, además del derecho de autor y el copyright, los siglos XVIII y XIX también vieron surgir, consolidarse en minucias legales y propagarse como una de las bases del modo de producción capitalista otra noción jurídica de apropiación de las ideas: la patente, que a partir de entonces sería definida como un registro de una concesión, pública y limitada, para la explotación privada y comercial de una idea. A diferencia de los bienes culturales, las patentes se aplican a bienes considerados utilitarios —más tarde, la noción incluiría el software e incluso una fórmula matemática, como un algoritmo—, que, en ese momento, lograron la reproducción en masa a partir de los parques industriales en expansión. Durante otro de los tratados internacionales reguladores de la propiedad intelectual de ese período, la Convención de París de 1883, la patente da origen a una ramificación en los estudios y regulaciones jurídicas sobre la propiedad intelectual, que pasa a ser llamada entonces propiedad industrial, brazo jurídico que va a regular mundialmente invenciones como el telégrafo, además de registros de diseño industrial y marcas (nombres comerciales), diseño de productos y envoltorios, entre otros diversos objetos de una lista que solo aumentaría con las nuevas tecnologías desarrolladas en el siglo XX.

El telégrafo propició por lo menos dos inventos más que ayudaron a acelerar la difusión de ideas por todo el mundo en el siglo XIX. El primero fue el teléfono, presentado por Alexander Graham Bell en la Oficina de Patentes de los Estados Unidos en 1876 como «la manera de, y el instrumento para, transmitir sonidos vocales u otros telegráficamente, causando ondulaciones eléctricas, similares a las vibraciones del aire que acompañan al sonido vocal»72. Se servía de los canales de transmisión de mensajes del telégrafo para transformar energía acústica —la voz— en energía eléctrica, lo que permitiría el intercambio de información a través del habla entre dos (o más) puntos conectados por una red. El segundo fue la radio, en 1895, año en que el italiano Guglielmo Marconi, entonces con 21 años, realizó su primera transmisión en un sistema de propagación de señales en ondas sonoras a partir de una antena hacia lugares a poco más de tres kilómetros de distancia del origen. Era una especie de «telégrafo inalámbrico«, con información sonora codificada en una señal electromagnética que propaga mediante ondas, medidas en hercios, en el espacio físico. Un año después, entonces viviendo en Inglaterra, Marconi registró su patente como «mejoras en la transmisión de impulsos y señales eléctricos y en los respectivos aparatos»73, la primera emitida para un sistema de telégrafo sin filo a base de ondas hercianas.

Hay varios inventos cercanos y competidores surgidos en esa época que pueden identificarse aquí como tecnologías de grabación y reproducción. Son, todos ellos, puntos culminantes de numerosas intentos a lo largo de la historia de grabar, reproducir y almacenar sonidos e imágenes que, cuando empiezan a circular en la sociedad, alteran la dependencia de una medición simbólica mediante el alfabeto, predominante hasta entonces, para la comprensión de la realidad. Son métodos que empiezan a almacenar y transmitir, en forma de ondas de luz y sonido, efectos visuales y acústicos de lo real, volviendo autónomos los oídos y los ojos74 —lo que produce una serie de transformaciones en la forma de producir, circular, consumir y regular los bienes culturales a partir de entonces—.

El primero de estos inventos es el fonógrafo, cuya presentación pública fue el 6 de diciembre de 1877 en Estados Unidos por Thomas Edison, director del entonces primer laboratorio de investigación en la historia de la tecnología, en Menlo Park, Nueva Jersey75. El aparato transformaba, a partir del giro de una manivela, sonidos emitidos en una boquilla en trazos en un cilindro pequeño con surcos que después podían ser reproducidos y amplificados a partir de un cono acoplado al aparato. El gramófono, creado y patentado por el alemán Emil Berliner en 1888, ya hacía lo mismo, pero usando un disco plano (de cera, goma laca, cobre, después vinilo) en vez del cilindro. La tecnología detrás de los dos productos era un poco diferente, así como las intenciones de los inventores; pero interesado en la calidad de grabación de música clásica, Berliner optó por el uso de una matriz para duplicar las grabaciones sonoras, ya que, para él, la capacidad de repetición importaba más que para Edison y también que para Graham Bell —que inventó otro aparato parecido entonces, el grafófono—, quienes concebían el uso de sus inventos para registros familiares o en oficinas76. En las primeras décadas del siglo XX, el disco plano de Berliner ganó la disputa con los cilindros de Edison y se consolidó como el formato más usado para ese tipo de aparato de grabación y reproducción sonora, sobre todo porque era más fácil de producirse de forma industrial que los cilindros y podía incluir capas, sellos y otros accesorios.

Un poco antes, aún en la primera mitad del siglo XIX, el daguerrotipo, presentado públicamente por el francés Louis Daguerre en 1839, fue el primer proceso de producción de imágenes en extenderse ampliamente por Occidente. Consistía en una placa de cobre, u otro metal más barato, que con un baño de plata formaba una superficie reflectante que, al ser colocada en una caja oscura y expuesta a una determinada situación durante algún tiempo (que podría ser de hasta diez minutos en ese primer momento), formaba un «retrato» de esa situación, siendo mostrado públicamente después del revelado en un proceso químico. No era un procedimiento fácil, pero se difundió por Occidente en la décadas de 1840 y 1850 especialmente por ser más práctico y barato que los retratos pintados, muy comunes en la época en las familias burguesas e industriales. Junto al calotipo (proceso que usaba nitrato de plata y producía «negativos» sorbre papel, desarrollado por el inglés William Henry Fox Talbot un año después), el daguerrotipo sería el más común de los diversos procedimientos fotográficos existentes en la época hasta la consolidación del método de fotografía instantánea con rollos de película, a final del siglo XIX. Patentado por George Eastman, un banquero transformado en empresario en Estados Unidos, ese método sería la base para la creación y comercialización de las cámaras con películas de carrete, principal producto de una empresa que Eastman fundaría en 1882, la Kodak, casi convertida en sinónimo de la fotografía en el siglo XX.

La introducción de la «imagen en movimiento» con el cine tal vez haya sido el mayor cambio tecnológico de aquel momento. Nació a partir de varias innovaciones que van desde la consolidación del dominio fotográfico hasta la síntesis del movimiento; durante todo el siglo hubo experimentos que, a partir de principios más antiguos, como la cámara oscura77, trataban de producir y reproducir imágenes en movimiento, como es el caso de algunos experimentos ópticos como el zoótropo (en 1828-1832 por William George Horner) y el praxinoscopio78 (1877 por Émile Reynaud). El ya citado Thomas Edison trabajó en el tema y en 1891 saldría, del laboratorio de tecnología que dirigía, la patente del cinetógrafo, una máquina que registraba imágenes en movimiento y las exhibía en un catalejo dentro de un cajón de madera. Dos años después, vendría del ingeniero jefe de los Edison Laboratories, William Kennedy Laurie Dickson, la patente del quinetoscopio, un instrumento de proyección interna de películas con un visor individual por el cual se podía asistir, mediante la inserción de una moneda, a una pequeña tira de película en looping. Los lugares con quinetoscopios se volverían populares en las décadas siguientes en Estados Unidos y serían llamados nickelodeons; exhibían imágenes en movimiento de números cómicos con animales adiestrados, ejercicios de circo y bailarinas bailando, y obtuvieron un éxito comercial considerable.

Dos años después del registro de la patente del quinetoscopio, ocurrió lo que pasó a la historia del cine como la primera proyección de pago de una película de corta duración, en el Salón Grand Café, en París, el 28 de diciembre de 1895. Fue una presentación pública de un aparato inventado —y patentado el mismo año en Francia— por los hermanos Lumière (Auguste y Louis) llamado cinematógrafo, que, basado en el cinetógrafo de los laboratorios Edison, funcionaba como una máquina tres en uno: grababa, revelaba y proyectaba películas. Con gran cobertura de la prensa de la época, la considerada como primera sesión de cine proyectó diez cortos de los dos hermanos, todos de menos de un minuto, mudos (las películas sonoras solo aparecerían después de 1927) y que hoy serían considerados documentales. Entre los proyectados estaba La Sortie de l’Usine Lumière à Lyon, el primero de la sesión y también la primera película de la historia del cine, que mostraba escenas de personas saliendo de la fábrica de los Lumière en Lyon.

IV.

Al observar esa época y las diferentes historias sobre dónde, cómo y quién había creado esos inventos tecnológicos, son importantes algunas consideraciones sobre patentes y propiedad intelectual. La primera de ellas es que el teléfono, la radio, el gramófono, la fotografía y el cine habían sido creadas «a hombros de gigantes», como dice la expresión atribuida al francés Bernardo de Chartres en el siglo XII y popularizada por Isaac Newton en 1675. Decir esto revela que fueron invenciones que en gran medida fueron posibles a partir de otras creaciones —aparatos técnicos, ideas y mecanismos que no llegaron a nosotros porque se perdieron debido a la escasez de recursos de esos inventores para hacer un registro que perdurara—, o entonces fueron incorporadas a otras ideas de quien, con más posibilidades técnicas y financieras, pondría esos inventos en circulación a una escala industrial.

La segunda consideración es que, especialmente en esa época, había muchas discrepancias sobre quién realmente había inventado las tecnologías de comunicación, grabación y reproducción aquí identificadas. El teléfono, por ejemplo, ya tenía un antepasado muy cercano alrededor del 1860, dieciséis años antes del registro de patente de Graham Bell; era una especia de «teléfono parlante» desarrollado por el italiano residente en Estados Unidos Antonio Meucci, que llegó a trabajar con Bell y a registrar su invención en 1871, al tiempo que el alemán Johan Philipp Reis, en 1861, y el estadounidense Elisha Grey, en el mismo 1876 de la patente de Bell, también trabajaron con prototipos parecidos. Dos años antes de la primera transmisión mediante ondas hercianas del italiano Marconi, en 1893, un cura brasileño llamado Roberto Landell de Moura hacía, en Puerto Alegre, experimentos semejantes de transmisión de voz mediante ondas, lo que solo se confirmaría y documentaría oficialmente en 1900, ya después de la patente de Marconi. De los varios antecesores del fonógrafo y del gramófono, hay uno muy cercano en particular, llamado paleofone, que fue registrado por el francés Charles Cros en su país el mismo año del registro realizado por Edison en Estados Unidos. La disputa por la invención del cine entre los Lumière, hijos de un pequeño empresario francés de Lyon, y Edison causó y todavía hoy causa discrepancias, ya que ambos hacían, en el mismo período, películas diferentes.

Estas y muchas historias semejantes de la época nos muestras que Graham Bell, Thomas Edison y Guglielmo Marconi fueron principalmente empresarios y rápidos patentadores, que supieron anticipar posibilidades de negocios lucrativos a partir de los inventos que registraron. Con sus patentes, trataron de garantizar jurídicamente la exclusividad de producción y uso de productos que no necesariamente inventaron, sino que, a partir de estructuras (o de los contactos) de producción entonces bien establecidas, aumentaron su difusión a partir de la producción a escala industrial y la distribución masiva como mercancía. Buscaban la recuperación de sus inversiones en administración de investigación y desarrollo, es cierto, pero también la garantía del mantenimiento de sus beneficios durante mucho tiempo —lo que, a partir del registro de patentes, de hecho ocurrió—.

Por ejemplo, Graham Bell. De familia escocesa que trabajaba en el otrora prometedor negocio de la oratoria, Alexander migró a Canadá al inicio de su vida adulta e hizo carrera en Estados Unidos como inventor y empresario; fue uno de los fundadores de American Telephone and Telegraph Company (AT&T), una de las mayores empresas de telefonía (luego de Internet y también de televisión por cable) de Estados Unidos del siglo XX. Thomas Edison, que trabajó con Graham Bell, era un empresario de tecnología, financiado por figuras como Henry Ford y Harvey Firestone, creador de un laboratorio de producción de inventos que se convertiría en General Electric, uno de los más grandes conglomerados industriales del planeta todavía a día de hoy. A partir del registro de patente de la radio en Inglaterra en 1896, Marconi crearía la Wireless Telegraph & Signal Company en el país, después transformada en Marconi Co., empresa que sería una de las más importantes de las telecomunicaciones británicas en las primeras décadas del siglo XX.

A diferencia de Graham Bell, Edison, Marconi y también de los Lumière, que ya en ese época tenían una estructura para patentar y empezar a producir sus inventos a mayor escala, Meucci, Landell de Moura, Cros y otras figuras no tan recordadas hoy eran inventores que, sin muchos recursos para producir y litigar en el entonces fuerte mercado de patentes, no transformaron sus ideas en productos vendibles. Meucci, por ejemplo, era un inmigrante; nació en Italia, vivió quince años con su esposa y familia en La Habana, Cuba, donde hay registros de que ya en 1849 inventó el telégrafo parlante a partir de una máquina de electrochoques79. En 1850, con algunos ahorros, se mudó a Estados Unidos con el objetivo de vivir de sus invenciones —en la época, la joven nación se estaba consolidando como un gran lugar de peregrinación para inventores y empresarios que querían trabajar en sus inventos—. Meucci montó una fábrica de velas, empleó a otros compatriotas exiliados, se involucró en la política de su país —Giuseppe Garibaldi, líder de la unificación de Italia, trabajó en su fábrica y estuvo alquilando su casa durante cuatro años—, falló, montó otra empresa, ahora basada en su telégrafo parlante, llamada Telettrofono Company, que llegó a registrar su invento en 1871, cinco años antes del teléfono de Bell. Pero, sin tantos recursos y poder político como Bell, perdió las disputas jurídicas contra él relacionadas con las patentes y no consiguió desarrollar más su invento80.

En la periferia del mundo de las patentes de la época (y aún hoy), el cura católico brasileño Landell de Moura hacía pruebas, muchas veces en solitario, en sus iglesias en Puerto Alegre, São Paulo y Campinas, con el telégrafo y lo que vendría a ser la radio en la misma época que Marconi en Italia. Fue solamente en 1900, en São Paulo, cuando Landell de Moura consiguió hacer un registro aceptado por los trámites de la época, teniendo testigos y siendo documentado por el Jornal do Commercio81. El año siguiente, obtendría una primera patente brasileña para lo que llamaba «aparato destinado a la transmisión fonética a distancia, con hilo o sin hilo, a través del espacio, de la tierra o del elemento acuoso». Con ella viajaría los años siguientes a Europa y Estados Unidos, donde, en 1904, también dejaría patentes de «transmisor de ondas», «telégrafo sin hilo» y «teléfono sin hilo», con alguna repercusión. No obstante, vuelve a Brasil en 1905, donde continúa sus experimentos, pero, sin el apoyo de la Iglesia, de los empresarios o de los gobernantes locales, no desarrolla más sus investigaciones autodidactas; Marconi, Bell y otros, en Europa y en Estados Unidos, siguieron82.

El 30 de abril de 1877, ocho meses antes de que Thomas Edison registrara la patente del fonógrafo en Estados Unidos, el escritor bohemio e inventor francés Charles Cron depositó un sobre cerrado en la Academia de Ciencias francesa con un artículo sobre un «procedimiento de grabación y reproducción percibidos con el oído». Era el mismo modo de funcionamiento del aparato de Edison, que conocía los rumores de la invención de Cros83. Pero el francés carecía de lo que, al otro lado del atlántico, el laboratorio en Menlo Park tenía de sobra: condiciones técnicas y financieras para la realización práctica de la idea. De ahí también el hecho de que el fonógrafo, un mes después de la presentación pública y el registro de Edison, comenzó a producirse en masa, mientras que el paleófono, invento de Cros, fue olvidado. Sin posibilidad de reclamar jurídicamente algún crédito por las ideas, el francés no llegó a ver las transformaciones que la rica biblioteca de audios que él anticipó producirían en el mundo; murió en 1888, a los 45 años.

Entre todos estos hombres blancos y de las Américas y Europa —y aquí también hay una distinción de género, color y origen de aquellos que pasaron a la historia y los que fueron borrados o no citados en esos registros—, Louis Daguerre tan vez haya sido un caso extraño para la cuestión de la propiedad intelectual. Socio de Joseph Niépse, a quien se le atribuye la primera «fotografía de la vida», llamada heliografía84 y presentada por lo menos una década antes, Daguerre mostró su invento a la Academia Francesa de Ciencias en 1839. El Estado francés adquirió la patente del daguerrotipo y, justo después, la convirtió en dominio público, «abierta para el mundo entero»85. Ese gesto, inusual entre las tecnologías de comunicación, grabación y reproducción aquí citadas, facilitó que hubiera una verdadera daguerréomanie en Francia, con un gran número de daguerrotipistas también en otros países; «había diez mil de ellos en Estados Unidos en 1853, entre ellos Samuel Morse, y en Gran Bretaña había cerca de dos mil fotógrafos registrados en el censo de 1861»86. Otros procedimientos de producción fotográfica más baratos y fáciles de reproducirse, como el calotipo de Henry Fox Talbot, y después el rollo de película de Eastman y de la Kodak (ambos registrados como patentes privadas), volvieron el daguerrotipo un procedimiento obsoleto que no llegó a desarrollarse a escala industrial después de 1870.

V.

Ante la consolidación de la propiedad intelectual en el siglo XIX, conviene replantear la pregunta del inicio de este capítulo de otra forma: ¿la introducción de los elementos jurídicos reguladores de las propiedades de las ideas restringieron o promovieron el progreso del conocimiento, de la cultura y de la tecnología? Una respuesta posible sería decir que lo promovieron, basta ver la cantidad de inventos que se hicieron populares en esa época y las enormes transformaciones que estos trajeron a la sociedad. También es aceptable decir que los cambios causados por las leyes de derechos de autor de esa época, por ejemplo, permitieron que muchos artistas empezaran a poder vivir de sus trabajos y no quedaran más a merced de monopolios e intereses de la Corona, lo que les aseguró una serie de derechos y les otorgó garantías que les pusieron al nivel, en algunos casos, de otros trabajadores profesionales de la época, además de darles —por lo menos en teoría— más posibilidades de libertad para la creación, sin el control religioso o estatal.

Otra respuesta posible es decir que los mecanismos jurídicos reguladores de la propiedad intelectual restringieron el progreso y el acceso al conocimiento. Antes una base de datos casi infinita y de acceso libre, el dominio público de ideas e información pasó a tener sus ideas encerradas en pequeños feudos, mayores o menores de acuerdo a las posibilidades económicas y las disposiciones político-institucionales de quienes las retenían. En un primer momento, el cierre de algunas ideas del dominio público es por poco tiempo; las primeras leyes de copyright establecieron 14 años después de la publicación como el período de explotación comercial exclusivo de la obra, con el fin de remunerar al autor (o a los intermediarios que habían financiado su producción) por la inversión realizada. Pero, con cada nuevo aparato tecnológico —y el mundo lucrativo abierto por estos—, este período se vuelve mayor: 40, 50, 70, 120 tras la publicación o 70 años después de la muerte del autor, como se consolidó en las leyes de derecho de autor en Brasil y en muchos países del mundo en el siglo XX87.

Usada como justificación ideológica por reyes, nobleza e Iglesia para la regulación de la publicación de las ideas, la censura cede lugar, a partir de los siglos XVIII y XIX, al mercado y a la libre competencia. Ya no es por tratar temas prohibidos a los ojos de los censores que la circulación de ideas necesita ser controlada; es para que una persona pueda vivir de (y lucrarse con) sus invenciones, de modo exclusivo y sin competir con otro individuo (o empresa). Para eso, las leyes; para hacerlas cumplir, el Estado. En un contexto de aumento de la velocidad de circulación de la información, y con la enorme posibilidad de reproducción de ideas a partir de las tecnologías citadas, fue así como la sociedad capitalista occidental se organizó a partir de entonces, y hasta el día de hoy, en lo que se refiere a la producción y circulación de ideas.

Pero la manera de gestionar la propiedad de ideas a partir de la noción de propiedad intelectual y sus ramificaciones (derechos de autor y propiedad industrial) no sería la única desde entonces. Corriente de ideas también surgida en la segunda mitad del siglo XIX, el anarquismo negaría desde su inicio los derechos de autor; la frase «¡la propiedad es un robo!», sacada de un texto de Pierre-Joseph Proudhon de 1840 —un año después de que la patente del daguerrotipo fuera convertida en dominio público en Francia—, sería aplicada desde el principio a la propiedad material, pero no por eso dejaría de incluir también a la propiedad industrial, como buena parte de las obras (sobre todo impresas) anarquistas desde entonces dejarían claro en sus páginas iniciales con mensajes como «sin derechos reservados», «todos los derechos rechazados», entre otros mensajes explícitos negando la existencia de derechos de autor. Hacían eso de forma clara y coherente con sus principios: las ideas, como las tierras, deben ser libres, circular libremente, sin restricciones tanto de monopolios reales o religiosos como de regulaciones legales promovidas por el Estado para controlar la competencia del mercado. La forma de analizar esos principios filosóficos en la práctica de la supervivencia cotidiana en un planeta cada vez más dominado por el capitalismo y su propiedad privada suscitan matices y discusiones diversas hasta el día de hoy. Es de notar que, considerada por muchos ingenua, la perspectiva de la ausencia de propiedad que el anarquismo defendió, teniendo la autonomía de la persona como eje central de sus preocupaciones, va a encontrar eco en jáqueres e influenciar la construcción de Internet —y del software libre— décadas después. Será una idea furtivamente presente e influyente en la sociedad hasta el día de hoy, como se muestra en el siguiente capítulo.

También fruto del siglo XIX, el socialismo trataría los derechos de autor de forma diferente. Tanto en la Unión Soviética (URSS) como en Cuba estaban en vigor las leyes de derecho de autor acordadas en Berna cuando, en 1917 y 1959, respectivamente, estallan las revoluciones soviéticas y cubana. En 1928, la ley de derecho de autor en el país europeo, de influencia romano-francesa, es alterada, y el período de validez de los derechos (patrimoniales) se reduce a un intervalo más cercano a las leyes iniciales del siglo XVIII: 25 años después de la publicación de una obra o 15 años tras la muerte del autor. Así permanece hasta 1973, cuando la URSS firma los tratados internacionales de propiedad intelectual y adopta el plazo estándar de 70 años tras la muerte del autor como el oficial para la vigencia de los derechos patrimoniales; los morales, que hablan respecto al reconocimiento de autoría, son perpetuos e inalienables. Ese plazo se aplica también hoy a Rusia y a todos los Estados postsoviéticos como Ucrania, Georgia, Estonia, Lituania, Moldavia, entre otros88. En Cuba sucede algo parecido: la ley es alterada en 1977 y disminuye el plazo de extensión de los derechos de autor a 25 años después de la muerte del autor, lo que permanece hasta 1994, cuando Cuba firma entonces tratados internacionales y adopta el período de 50 años tras la muerte del autor, que permanece en 2022. En China y en Corea del Norte, otros países que adoptaron el régimen socialista en el siglo XX, hay una larga tradición social colectivista que hace que las nociones de copia, autoría y propiedad intelectual sean entendidas de maneras diferentes, que serán tratadas en el capítulo 6 «Cultura colectiva».

Es de imaginar, finalmente, que en un contexto de gran circulación de aparatos tecnológicos de reproducción y comunicación, términos como «plagio», «copia» y «creación» ganarían otros significados. Si el romanticismo fija en el siglo XIX la percepción, hasta hoy predominante, del autor como genio creativo solitario, un legítimo propietario de bienes culturales, el inicio del siglo XX va a alterar esa noción casi sagrada de creación. Artistas y creadores en general van a torcer y a darle la vuelta a la noción de plagio y usarlo como método de producción artística y estrategia de confrontación a la propiedad intelectual —y, por consiguiente, al propio capitalismo—. La copia de la copia de la copia generaría otras formas de expresión, que a su vez serían recombinadas y formarían la base de muchos bienes culturales ampliamente conocidos en el siglo XX y hasta el día de hoy.

CAPÍTULO 4

CULTURA RECOMBINANTE

Barco con icono parecido al del barco de The Pirate Bay

Las ideas se perfeccionan. El significado de las palabras participa del perfeccionamiento. El plagio es necesario. El progreso implica eso. Este aprovecha una frase de un autor, hace uso de su expresión, quita una falsa idea y la sustituye por una idea correcta.

Conde de Lautréamont (Isidore Lucien Ducasse), Poesias, 1870


Derecho a ser traducido, reproducido y deformado en todas las lenguas.

Oswald de Andrade, Serafim Ponte Grande, 1933


En la realidad es necesario eliminar todos los restos de la noción de propiedad personal en este área. La aparición de las ya obsoletas nuevas necesidades por obras «inspiradas». Estas se vuelven obstáculos. No se trata de que te gusten o no. Tenemos que superarlas. Puede usarse en cualquier momento, no importa de dónde se saquen, para hacer nuevas combinaciones. Los descubrimientos de la poesía moderna relativos a la estructura analógica de las imágenes demuestran que cuando se reúnen dos objetos, no importa cuán distantes puedan estar de sus contextos originales, siempre se forma una relación. Restringirse a una disposición personal de palabras es mera convención. La interferencia mutua de dos mundos de sensaciones, o la reunión de dos expresiones independientes, sustituye los elementos originales y produce una organización sintética de mayor eficacia. Se puede usar cualquier cosa.

Guy Debord; Gil Wolman, Um guia para os usuários do detournamènt, 1956


El medio es el mensaje.

Marshall McLuhan, Understanding Media, 1964


En las redes de intermedia de hoy, un flujo de datos formalizados algorítmicamente puede saltar a todos ellos. De medio a medio, toda modulación posible se ha vuelto factible: en órganos de luz, señales acústicas controlan señales ópticas; en la música de ordenador, señales en lenguaje de máquina controlan señales acústicas; en codificadores de voz, los mismos datos acústicos controlan otros datos acústicos. Hasta los pinchadiscos de Nueva York crearon, a partir de imágenes esotéricas de un Moholy-Nagy, lo cotidiano de la música scratch.

Friedrich A. Kittler, Gramofone, filme, typewritter, 1986

I.

El período que va del inicio de los 1900 hasta la década de 1970 fue el de consolidación y popularización de las diversas tecnologías de comunicación y reproducción patentadas por figuras como Graham Bell, Edison, Marconi, Eastman y Lumière en la segunda mitad del siglo XIX. El fin del «Imperio de la Impresión», como vimos, da lugar a una forma de percepción que deja de estar solamente basada en la mediación simbólica del alfabeto, de las palabras y de las publicaciones impresas, y pasa a ser en gran medida sentida, por ojos y oídos, a partir de la utilización como medios de los aparatos técnicos de reproducción, como el gramófono (después gramola, tocadiscos y casetes), la película (y el cine), la televisión, el vídeo (y el videocasete); y que culminan con el aparato que une todos estos en un uso, el ordenador, popularizado a partir del final de los años 70 con la explosión de la nanotecnología digital y de los PC (personal computer) producidos en la región que dictaría el comportamiento mundial ante las nuevas tecnologías en las próximas décadas, Silicon Valley, en California, Costa Oeste de Estados Unidos.

Se crean industrias gigantescas basadas en la reproducción de imágenes y sonidos en el siglo XX. El cine, la radio, la televisión, en ese orden, se convierten en medios de comunicación y reproducción de masas con alcance global, influyentes incluso en la periferia del mundo. El almacenamiento de información se vuelve el estándar de un mundo guiado por la competencia del mercado; las ideas —literarias, musicales, científicas— son empaquetadas, comercializadas y se convierten en propiedad, elemento por el cual el capitalismo se organiza y mueve la rueda del llamado progreso, que va a depender cada vez más de las tecnologías y de los mecanismos jurídicos creados para regular los intercambios y la publicación de ideas: las patentes y el derecho de autor (o copyright).

Ya en las primeras décadas de los años 1900, las bases de las legislaciones de propiedad intelectual que todavía hoy están en vigor estaban definidas en acuerdos internacionales como el de Berna o el de París. Estas normalizaron la idea de creación individual basada en el mito del «genio» romántico, una imagen representada por aquel sujeto que, encerrado en su cuarto, generalmente solo, tiene una idea brillante a partir de sus propias referencias solamente y, con esa idea bien empaquetada y vendida como mercancía por un intermediario, va a obtener fama y dinero. Lo que no encajara en ese modelo sería marginado y reprimido con multas y penas al final de largos y caros procesos iniciados por aquellos que tenían los medios para contratar y tener abogados.

La consolidación de las leyes de derecho de autor y de la noción de que los bienes culturales son propiedades privadas también origina, por otro lado, un movimiento de resistencia. En el cambio al siglo XX y a lo largo de las décadas siguientes, van a proliferar movimientos de protesta contra el derecho de autor en el arte y la cultura cuestionando que ideas, sonidos, palabras, imágenes y películas puedan ser propiedad de alguien y usados solamente con la autorización de los llamados propietarios mediante algún pago financiero. Los análisis propuestos en las acciones de estos artistas y movimientos traen, como consecuencia directa o indirecta, la propuesta de dar contestación a la idea de un bien cultural como mercancía y la construcción de una cultura libre y común que debería ser de todos, sin necesidad de haber autorización para ser disfrutada, difundida o reutilizada.

Al apropiarse de ciertas ideas, empaquetarlas y venderlas como obras cerradas, el régimen de propiedad intelectual trató, por un lado, de crear un sistema que pudiera remunerar a los creadores (o a sus representantes) por sus obras —lo que de hecho hizo al equiparar a los artistas a otros tantos profesionales con derecho a mantener una vida digna a partir de sus creaciones—. Por otro lado, la propiedad intelectual también restringió la promiscuidad de las ideas y las encerró en un espacio donde pudiera extraer beneficios exclusivos de su propiedad y control89. En la mayoría de los casos, el objetivo de apoderarse de ideas y sacar recursos de ellas fue alcanzado.

Pero existió —y todavía existe— una contestación para que el acceso y la circulación continuaran siendo mayores que la restricción. En las calles del sur global, la propiedad intelectual empezó a ser reemplazada por la libre difusión de ideas, a menudo comercializadas al margen del sistema legal para fomentar nuevas creaciones que se propagan por todos lados, aunque iniciativas en las legislaciones y en la propaganda, por Estados y empresas, surjan con el objetivo del control y la criminalización de esas prácticas. De forma consciente como contestación al statu quo artístico, o espontánea por ser cotidiana y habitual, la reapropiación de información y de bienes culturales ya existentes para el desarrollo de nuevas creaciones proliferó con fuerza en el siglo XX a punto de originar nuevos movimientos, ritmos y obras en los lugares más diversos. Son incontables los ejemplos en el arte y en la contracultura, todos presentando alguna forma de subversión y trasladando los objetos de un sistema de referencia a otro, con alteración (o no) de significado. Las tecnologías de comunicación, grabación y reproducción en masa habrían tenido un papel importante en esa proliferación, en la mayoría de los casos siendo fundadoras de nuevas prácticas de creación, consumo y difusión de bienes culturales. El capitalismo habría tenido un papel aún mayor, siendo tanto el modo de producción en el seno del cual las tecnologías son generadas y popularizadas como al que se debe tomar como «enemigo», de manera explícita o no tanto, por las iniciativas culturales de contestación basadas en la recombinación y en la reapropiación de significados.

II.

La contestación a las leyes reguladoras de la propiedad intelectual surgió desde el primer momento, justo después de la consolidación de los Estados de Occidente. Por motivos muy diferentes y muchas veces opuestos: anarquistas negando cualquier tipo de propiedad privada, incluso la intelectual; socialistas en vías de potenciar la propiedad colectiva, inclusive en las artes, bajo la administración del Estado; liberales enfatizando el libre mercado, que consideraba que el interés público de tener acceso a bienes culturales lo más barato posible podría prevalecer sobre los derechos de los autores; y los artistas, de todas las ideologías, cuestionando el estatus de la creación romántica y propietaria y luchando por la posibilidad de usar cualquier tipo de obra sin necesidad de pedir autorización a quienquiera que sea.

Todavía durante la segunda mitad del siglo XIX, al mismo tiempo que los múltiples inventos que poco a poco darían fin al libro como principal modelo de percepción de ideas y de la realidad, uno de los primeros artistas que abiertamente cuestionaba el derecho de autor y la noción de genio creador individual fue el conde de Lautréamont, nacido Isidore Lucien Ducasse en Montevideo, en Uruguay, en 1846, y desde temprano ciudadano de París, en Francia, donde murió en 1870, a los 24 años. Lautréamont hizo de su corta obra (y vida) un permanente cuestionamiento de lo que en la época era institucionalizado en la literatura, tanto en las temáticas como en el proceso de escritura —el uso de errores ortográficos, impropiedades estilísticas, el plagio y repeticiones de fórmulas, que hacen que a sus obras sean, hasta el día de hoy, admiradas y no se presten a clasificaciones90. Los cantos de Maldoror (1869), su libro más famoso e influyente, relata, en seis cantos de una poesía unas veces narrativa y otras lírica y absurda, sucesivas violencias, depravaciones, crueldades en torno a la cobardía y la estupidez humana.

Su segundo libro y último trabajo, Poesías, «menos espectacular y todavía más extraño»91, publicado en el año de su muerte, reunió en texto aforismos, máximas, poesías, citas de poetas griegos y de sus contemporáneos en Francia, como Charles Baudelaire, Blaise Pascal y Alexandre Dumas. En uno de los fragmentos de la publicación, dividida en dos partes (fascículos), apelaba a volver a una poesía impersonal, escrita por todos, que remitiera a las formas colectivas de producción de la época medieval, pero con tintes de la industrialización moderna de la época: «Las ideas se perfeccionan. El significado de las palabras participa del perfeccionamiento. El plagio es necesario. El progreso implica eso. Este aprovecha una frase de un autor, hace uso de su expresión, quita una falsa idea y la sustituye por una idea correcta»92. Lautréamont, en especial en este fragmento de Poesías93, desafía el mito de la creatividad individual —que desde el principio iba de la mano de la justificación de las relaciones de propiedad intelectual en nombre de un mundo moderno donde, supuestamente, no se admitirían ideas sin dueño—. Su gesto señala a la reapropiación de la cultura como esfera de producción colectiva, como en la Antigüedad y parte de la Edad Media, pero «sin dejar de reconocer las limitaciones identificadas por él como artificiales, atribuidas a la autoría por el régimen ya entonces establecido de propiedad intelectual»94. Su «la poesía debe hacerse por todos, no por uno», presente en Poesías, anticipa, junto con otro poeta del mismo período, Stéphane Mallarmé, la atención moderna de la supremacía del texto sobre el autor-lector, «un traslado de la intersubjetividad a la intertextualidad, que hace pensar la obra no solo como un diálogo entre personas, sino entre textos»95.

Lautréamont también hizo uso del plagio para componer su obra. En Cantos hay diversos fragmentos que hacen referencia a otros96. En Poesías es posible detectar extractos de Pensamientos, del matemático Blaise Pascal, y de Máximas, de François de La Rochefoucauld, además de los trabajos de escritores y filósofos como Jean de La Bruyère, Luc de Clapiers, Dante Alighieri, Immanuel Kant y La Fontaine97, entre otros autores que encontraríamos si lo examináramos con más detalle aún. Además de eso, y de manera todavía más rara en comparación con otros objetores del copyright y de la autoría en el siglo XX, también el modo de difusión de la obra de Lautréamont demostró cierto cuestionamiento del mercado tradicional de publicaciones: los dos dípticos de Poesías circulaban sin precio por las calles de París, bajo el modelo de «paga lo que quieras» que sería extendido, casi un siglo después, por la cultura punk de influencia anarquista y otros movimientos de contracultura que no reconocen el sistema de propiedad intelectual como legítimo para sus creaciones.

Los libros de Lautréamont solo están citados aquí porque se convirtieron en una referencia de subversión para muchas de las vanguardias europeas en el inicio del siglo XX, que así los preservaron y popularizaron. Los surrealistas franceses Louis Aragon y André Breton lo colocaron en sus panteones de autores malditos, al lado de Baudelaire y Arthur Rimbaud, y republicaron Poesias, en 1919, después de descubrir uno de los pocos ejemplares de la obra en la Biblioteca Nacional Francesa. A Lautréamont, Aragon y Breton también le dedicaron un número de la revista surrealista que editaron, Le Disque Vert, en 1925, titulada «Le Cas Lautréamont» («El caso Lautréamont»). Ambas iniciativas volverían la obra del poeta conocida para nuevos públicos. Antes de la revista, uno de los pioneros del modernismo en Estados Unidos, Man Ray, en 1920, hizo una obra clasificada como dadaísta llamada L’Énigme d’Isidore Ducasse (El enigma de Isidore Ducasse). Es una fotografía en la que se ve alguna cosa escondida en un trozo de fieltro marrón amarrado con una cuerda de pita, inspirada en un fragmento de Los cantos de Maldoror: «Beautiful as the chance meeting, on a dissecting table, of a sewing machine and an umbrella»98.

La obra de Man Ray era lo que el artista francés (y amigo suyo) Marcel Duchamp llamó en 1913 ready-made, práctica que consiste en tomar objetos a los que uno es indiferente y recontextualizarlos de manera que se retuerzan sus significados. En la década de 1910, los dos produjeron una serie de esas obras, que, de cierta manera, fueron pioneras en el mundo del arte occidental en usar y dejar explícita la recombinación de informaciones y otros elementos para crear una nueva obra. Como cuenta Duchamp:

En 1913 tuve la alegre idea de fijar una rueda de bicicleta a un taburete de cocina y verla girar. Unos pocos meses después compré una reproducción barata de un paisaje de una noche de invierno, a la que llamé de “Farmacia” después de añadir dos pequeños puntos, uno rojo y otro amarillo, en el horizonte. En Nueva York en 1915 compré en una ferretería una pala de nieve en la que escribí «Delante del brazo roto». Fue por esa época cuando la palabra «ready-made» me vino a la mente para designar esta forma de expresión. Un punto que deseo mucho esclarecer es que la elección de estos «ready-mades» nunca fue dictada por el placer estético. Esa elección estaba basada en una reacción de indiferencia visual con al mismo tiempo una total ausencia de buen o mal gusto… De hecho, una completa anestesia. […] Otro aspecto del «ready-made» es su imposibilidad de ser único. La réplica de un «ready-made» lleva el mismo mensaje; de hecho casi ninguno de los «ready-mades» existentes hoy es un original en el sentido convencional.99

En 1917, al sacar un urinario del baño, firmarlo y colocarlo sobre un pedestal en una galería de arte, su hasta hoy más conocida obra100, Duchamp también rechazó el significado de la interpretación funcional aparentemente concluida del objeto. Aunque ese significado no hubiera desaparecido por completo, fue yuxtapuesto a otra posibilidad —el significado como objeto de arte—. El urinario en una galería instigaba un momento de incertidumbre y reevaluación y cuestionaba una vez más el esencialismo romántico, que coloca la obra de arte como producto de una naturaliza divina y que privilegia el trabajo creativo individual. El urinario y la rueda de bicicleta eran productos industriales hechos por máquinas, recogidos en lugares diversos y provistos de un nuevo significado por Duchamp; colocados en lugares de arte como galerías, no podrían ser patentados como otras obras de la época (cuadros, esculturas, fotografías), pues el objeto en sí no tenía valor, podía ser descartado y otro ocuparía su lugar en una nueva exposición sin perjuicio del significado. Lo que valía era la idea propuesta por la experiencia de que se vea un objeto de uso cotidiano como un urinario —o un trozo de fieltro escondiendo otros objetos, o una rueda de bicicleta— en una galería de arte. Nacía ahí el arte conceptual, desde su origen libre, contrario a derechos de autor y crítico con la propiedad de las ideas, pero también susceptible, en las décadas siguientes, a transformarse en mercancía y frecuentar museos y galerías registradas con copyrights de miles de dólares.

Duchamp y Man Ray pertenecían a una de las vanguardias europeas de esa época, el dadaísmo, que, extendido por Suiza, Estados Unidos, Francia y Holanda, pero también por Georgia, Japón y Rusia101, desarrolló buena parte de sus trabajos a partir del cuestionamiento de la idea de artista y de la no separación entre arte y vida. El dadaísmo, que es una palabra con muchos orígenes, pero que en todos ellos significa «nada», debe mucho a otra noción de Duchamp, el antiarte, pensada por él a partir de los ready-mades en 1913 y adoptada por muchos movimientos contraculturales del siglo XX102 como un método de desafiar los pilares de lo que sería un arte tradicional —entre ellos temas como la autoría, la belleza y la propiedad intelectual—. Varias obras del dadaísmo cuestionaban la idea del genio creador solitario y manifestaban una rebelión contra los principios capitalistas que rodeaban los valores artísticos. El rumano Tristan Tzara, una de las principales figuras del dadaísmo, manifestó un poco de esa rebelión al utilizar con frecuencia la aleatoriedad, el nonsense y el azar para producir obras que chocaran al statu quo del mundo artístico de la época, como en «Para hacer un poema dadaísta», de 1920:

Coja unas tijeras.

Escoja en el periódico un artículo de la longitud que desea darle a su poema.

Recorte el artículo.

Recorte en seguida con cuidado cada una de las palabras que forman el artículo y métalas en una bolsa.

Agite suavemente.

Ahora saque cada recorte uno tras otro.

Copie concienzudamente en el orden en que hayan salido de la bolsa.

El poema se parecerá a usted.

Y es usted un escritor infinitamente original y de una sensibilidad hechizante, aunque incomprendida por el vulgo.103

Presentadas también en muchos manifiestos producidos en la época, las ideas del dadaísmo104 buscaban la destrucción de un sistema artístico en que la propiedad intelectual, entronada en la noción de autoría, ya tenía un papel importante. No por casualidad, también aquí la tecnología empieza a tener mayor relevancia en el arte; los collages, la poesía sonora y el cine son artes, impulsadas en esa época, en las que los aparatos técnicos juegan un papel principal, tanto como método de producción (el caso de los collages) como de grabación y presentación al público (poesía sonora y el cine).

Los collages habían entrado con fuerza en el mundo del arte con el español Pablo Picasso y el francés Georges Braque, a partir de 1912, basados en la evolución de las técnicas de impresión, que hicieron posible la circulación en masa de periódicos y revistas de donde los pintores recortaban fragmentos y combinaban los diseños y pinturas en sus cuadros. La poesía sonora ganó repercusión con el fundador del futurismo italiano, Filippo Tommaso Marinetti, que entre 1912 y 1914 publica Zang Tumb Tumb, un poema sonoro y visual en que las nuevas técnicas modernistas de tipografía y diagramación del italiano se mezclan con una rica y antigua tradición de poesía oral para jugar con los sonidos de las palabras —aunque, en el caso de Marinetti y del futurismo italiano, las experimentaciones estuvieran a cargo de una retórica de la velocidad industrial que derivaría en misoginia y en el fascismo de Mussolini105—. Los dadaístas Hugo Ball y Kurt Schwitters también harían poemas sonoros; el primero fue interpretado por Ball en la apertura del Cabaret Voltaire, en 1916 —«gadji beri bimba glandridi lauli lonni cadori»106—, que, sin ningún gramófono disponible en la época, fue registrado muchos años después como una canción pop bailable en una mezcla de ritmos africanos en «I Zimbra»107, del disco Fear of Music, de Talking Heads, en 1979. El alemán Schwitters tuvo más suerte; en los años 20 recorrió con Tzara, Hans Arp y Raoul Hausmann diversas exposiciones literarias en Europa recitando (y provocando) a las audiencias con «Ursonate» (también llamada «Sonata primal»), un poema sonoro basado en una frase «Fümms bö wö tää zää Uu» repetida y aumentada por otros fragmentos durante el tiempo en que Schwitters lo recitó —una de esos recitales fue grabado en una radio de Frankfurt, en Alemania, en 1932, y todavía hoy está disponible108.

La radio, por cierto, pasa a formar parte del día a día mundial a partir de la década de 1920, lo que impulsa la experimentación sonora. El registro de los gramófonos, de alcance local y efímero, pasa a tener una posibilidad de audiencia e interacción con miles de personas. La influencia de la radio en las décadas de 1930 y 1940 hizo que la mera lectura de un texto literario para la transmisión pública por un sistema de radiotransmisión se transformara en otra forma de creación. Se hizo famoso el pánico de muchos que escuchaban La guerra de los mundos, el 30 de octubre de 1938 en la radio CBS, de Estados Unidos, una transmisión dirigida por Orson Welles, producida por el The Mercury Theatre on the Air, basada en un texto de H. G. Wells. Después de los primeros quince minutos, tras oír relatos de apariciones de extraterrestres en varias fincas de Estados Unidos, la transmisión parece fallar, dándoles a muchos la impresión de que la CBS en Nueva York estaba siendo realmente invadida por los extraterrestres de los que hablaban los relatos escuchados en directo109. Aunque aún hoy haya discrepancias sobre el impacto real de la transmisión, fue un episodio que marcó la historia de los medios de comunicación para ilustrar que una adaptación de un texto impreso para un medio de comunicación sonoro de alcance público nunca más sería solo una mera transmisión, sino otra cosa —«el medio es el mensaje», como resumiría Marshall McLuhan dos décadas y media después110, al analizar la influencia de la forma de los medios en su contenido—.

Aún en la década de 1930, la popularización de las técnicas de comunicación y reproducción como la radio, el gramófono, la fotografía y el cine motivarían uno de los textos más conocidos del historiador alemán Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Escrito en 1935 y publicado en 1936, argumenta que la reproducción técnica en la época había alcanzado un nivel «tal que había comenzado a hacer suya no solo la totalidad de las obras de arte de épocas anteriores, sino también a hacerse un lugar propio entre los procedimientos artísticos»111. Benjamin escribe que esas técnicas de reproducción liberarían el objeto reproducido del dominio de la tradición y, al multiplicar lo reproducido, pondrían en el lugar del acontecimiento único el acontecimiento en masa112. Así, el «aura» singular de las obras de arte se perdería y las copias, (re)producidas en masa, pasarían a tener valor en sí —lo que, como veremos algunas décadas después, sería la norma en las nuevas formas de expresión artística y cultural a partir de la aparición de tecnologías electrónicas, después digitales y, finalmente, digitales en red—.

II½.

La contestación al copyright por parte de las vanguardias europeas también tuvo resonancia en el Brasil de la primera mitad del siglo XX. Más allá de las prácticas colaborativas y libres de los pueblos originarios sudamericanos, tema del capítulo 6 de este libro, el modernismo brasileño tomó algunos elementos de los movimientos europeos y los readaptó a las características de la región, ya acostumbrada a la recombinación de elementos para la creación de nuevos bienes culturales.

En ese aspecto, el paulista Oswald de Andrade tuvo un papel destacado como divulgador y adaptador de las ideas de cuestionamiento de la autoría y del derecho de autor. Para Oswald, la garantía de supervivencia de la cultura brasileña estaría en la capacidad de entrar en contacto con otras culturas y absorberlas en un proceso de deglución, como se expresa en fragmentos del «Manifiesto antropófago», publicado en la primera edición de la Revista de Antropofagia, en 1928: «Solo me interesa lo que no es mío. Ley del Hombre. Ley del Antropófago». La antropofagia propuesta por el escritor sería la inversión del mito del buen salvaje atribuido al ilustrado Rousseau: en vez de puro e inocente, un indígena inteligente y pícaro, que canibaliza al extranjero y digiere al colonizador occidental y su cultura.

Otra huella contestataria contra el derecho de autor y también contra esas nociones de autoría dejada por Oswald es Serafim Ponte Grande, libro publicado en 1933. En el lugar donde se suelen indicar las «Obras del autor», al inicio de la publicación, él pone la rúbrica «Obras renegadas», y el propio libro que está por leerse se incluye entre los títulos «repudiados». La frase que introduce la portada de la edición parafrasea la típica información de copyright: «Derecho a ser traducido, reproducido y deformado en todas la lenguas.». La forma del libro, como comenta Haroldo de Campos en el prefacio de la segunda edición (1971), está hecha a partir del collage, la yuxtaposición de materiales diversos, lo que en las técnicas del cine parece equivaler en cierto modo al montaje.

El collage —y también el montaje— siempre que trabajen con un conjunto ya constituido de utensilios y materiales, inventariándolos y remanipulando sus funciones primitivas, se pueden clasificar en aquel tipo de actividad que Lévi-Strauss define como bricolage (elaboración de conjuntos estructurados, no directamente por medio de otros conjuntos estructurados, sino mediante la utilización de restos y fragmentos), la cual, si es característica del «pensée sauvage», no deja de tener mucho en común con la lógica de tipo concreto, combinatoria, del pensamiento poético.113

La influencia del collage del dadaísmo y del automatismo del surrealismo en Oswald es considerable, pero hay también varios artistas a lo largo de la historia que usaron artificios semejantes de collage y de cuestionamiento del propio libro como objeto narrativo y mercadotécnico. En el prefacio de Serafim Ponte Grande ya citado, Haroldo de Campos cita uno de ellos, el idiosincrático La vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, de Laurence Sterne, escrito entre 1759 y 1767 en Inglaterra, un «modelo pionero de la revolución del objeto libro que se proyecta de manera avasalladora e irreversible en nuestro siglo, ahora teniendo como aliadas las nuevas técnicas de reproducción de transmisión de información»114. La práctica de Oswald de crear a partir del collage y de la recompilación de diversos fragmentos de otros artistas o de medios de comunicación de masas, mezclando géneros y formas diversas para la formación de una obra específica, se podría ver, como anticipa Haroldo de Campos, abundantemente en el siglo XX en Brasil, de las artes visuales y representaciones de Hélio Oiticica, Paulo Bruzcky y Adriana Varejão hasta la literatura de Valêncio Xavier y, más recientemente, Angélica Freitas, Verônica Stigger, Cristiane Costa y Leonardo Villa-Forte115.

La influencia más explícita del dadaísmo a rechazar la originalidad y, principalmente, de que toda producción artística consiste en el reciclaje y en el reensamblaje está marcada, sin embargo, tanto en Oswald como en otros artistas aquí citados, más en la estética que en la forma en que la obra sea licenciada. Renunciar al derecho de autor —o incluso licenciar de formas menos restrictivas— es, en el contexto del arte del siglo XX, un distintivo estético que en la práctica parece manifestarse como radical en exceso incluso para artistas experimentales.

III.

La aparición de obras de arte en masa se extendería durante el siglo XX y empezaría también a incorporar aspectos de las tecnologías de comunicación, grabación y reproducción a medida que estas se iban popularizando. También nuevos significados y prácticas artísticas surgen a partir de la recombinación de un dato (un texto literario grabado en audio, por ejemplo) transformado a otro registro y recombinado de acuerdo a diferentes técnicas posibles en otro medio —las inserciones sonoras, cortes y pausas de edición que transforman La guerra de los mundos en otra cosa al transmitirse en directo, por ejemplo—. De la experimentación pura con un invento técnico también surgen otras recreaciones; el gramófono de Edison en manos del artista visual húngaro y profesor en la Bauhaus alemana László Moholy-Nagy podría convertirse en un instrumento productivo, «de forma que el fenómeno acústico surja por sí solo gracias a la grabación de marcas necesarias sobre un disco sin registros acústicos previos»116. La propuesta de Moholy-Nagy (y de otros) en esa época de producir música con el gramófono va a realizarse con la música concreta a partir de 1948, con el francés Pierre Schaefer en experimentaciones sonoras con micrófonos, voces de actores y otros sonidos posibles de obtenerse en un estudio de radio de la época. Es en esa década también cuando el grabador de cinta magnética empieza a ser comercializado y, con la portabilidad que gradualmente empezó a permitir, a hacer viables nuevas experimentaciones sonoras —como las del egipcio Halim El-Dabh, que, con una grabadora de cinta magnética de un estudio de una radio de El Cairo, en Egipto, produce en 1944 «The Expression of Zaar», considerada una de las primeras canciones electrónicas hechas a partir de manipulaciones en estudio de sonidos registrados (por la grabadora) de una ceremonia religiosa de la época117—.

Siendo desde el principio un corte, del movimiento continuo o de una historia pasada por la lente118, el cine sería un arte que todavía se prestaba más a recombinaciones. Los datos registrados de dos formas diferentes (imagen y sonido, en movimiento) ganarían la posibilidad de diversos efectos especiales en complejos estudios de edición (y también producción) con las mejores grabadoras, micrófonos y otros equipamientos sonoros que la más rica de las artes ya permitía en los años 40 y 50, principalmente en las Costa Oeste de Estados Unidos, en Hollywood. Sería el arte en que la recombinación podría alcanzar mayor efectividad y belleza, según los franceses Guy Debord y Gil Wolman, en Mode d’emploi du détournement119, de 1956: «los poderes de la película son tan extensos, y la ausencia de coordinación de esos poderes es tan evidente, que prácticamente cualquier película que esté sobre la miserable mediocridad proporciona un tema para infinitas polémicas entre espectadores o críticos profesionales»120. Herederos de Lautréamont, del dadaísmo y de la Bauhaus, Debord y Wolman están vinculados a los situacionistas, grupo fundado en Francia a partir de 1957 por varios poetas, arquitectos, cineastas, artistas plásticos que se definían como «vanguardia artística y política» enfocada en la crítica a la sociedad de consumo y a la cultura mercantilizada121.

Um guia para os usuários do detournamènt es uno de los primeros textos que tiene como enfoque el desarrollo de un método creativo basado en el plagio. Debord y Wolman hablan, por ejemplo, de la práctica en la literatura, más bien usada en el proceso de escritura que en el resultado final: «No hay mucho futuro en el deturnamento de novelas enteras, pero durante la fase de transición podría haber un cierto número de proyectos de este tipo». En la poesía citan la metagrafía —una técnica de collage gráfica desarrollada por el rumano Isidore Isou y adoptada por el movimiento del Letrismo122, que los inspiró—. Como «leyes fundamentales del detournamènt» están 1) la pérdida de importancia de cada elemento deturnado, que puede llegar tan lejos hasta el punto de perder completamente su sentido original; y, al mismo tiempo, la 2) reorganización en otro conjunto de significados que confiere a cada elemento un nuevo alcance y efecto. Un fragmento:

No se trata aquí de volver al pasado, lo que es reaccionario; incluso los «modernos» objetivos culturales son en última instancia reaccionarios en la medida en que dependen de formulaciones ideológicas de una sociedad pasada que prolongó su agonía de muerte hasta el presente. La única táctica históricamente justificada es la innovación extremista. […] En la realidad es necesario eliminar todos los restos de la noción de propiedad personal en este área. La aparición de las ya obsoletas nuevas necesidades por obras «inspiradas». Estas se vuelven obstáculos. No se trata de que te gusten o no. Tenemos que superarlas. Puede usarse en cualquier momento, no importa de dónde se saquen, para hacer nuevas combinaciones. Los descubrimientos de la poesía moderna relativos a la estructura analógica de las imágenes demuestran que cuando se reúnen dos objetos, no importa cuán distantes puedan estar de sus contextos originales, siempre se forma una relación. Restringirse a una disposición personal de palabras es mera convención. La interferencia mutua de dos mundos de sensaciones, o la reunión de dos expresiones independientes, sustituye los elementos originales y produce una organización sintética de mayor eficacia. Se puede usar cualquier cosa.123

Como práctica, el detournamènt no era un antagonismo a la tradición, sino acentuación de la reinvención de un nuevo mundo a partir del pasado, en un momento, la posguerra, en que Europa (y Francia) vivían una explosión artística y de recuperación de las vanguardias del comienzo de siglo, que en cierta forma enseñaba a todos a «aprender a vivir de una manera diferente mediante la creación de nuevas prácticas y formas de comportamiento»124. La idea del desvío propuesta en el texto de Debord y Wolman parecía funcionar más para revelar que para ocultar sus orígenes. Sería una forma, entre muchas otras, de entrar directamente en el amplio diálogo del conocimiento, de exponer referencias y mostrar a todos lo que se quiere absorber de estas. De la unión de lo que se aprovecha de un lado con lo que se aprovecha de otro es de donde, aprendemos pronto, nace algo diferente. En la misma década de 1950 también nació accidentalmente otra técnica influyente basada en el plagio, el cut-up. El pintor y poeta Brion Gysin, que había sido miembro del grupo de André Breton en el surrealismo francés, colocó capas de periódicos como una estera para proteger una mesa mientras cortaba papeles con una cuchilla de afeitar. Al recortar los periódicos, Gysin notó que las capas cortadas presentaban yuxtaposiciones interesantes de texto e imagen; comenzó entonces a dividir artículos de periódico en secciones, reorganizados de forma aleatoria tal como Tzara proponía en «Para hacer un poema dadaísta». Muchos poetas tal vez ya hubieran hecho movimientos semejantes para la creación, pero Gysin conocía al escritor William Burroughs y lo introdujo a la técnica en 1958, en el Beat Hotel, en París. Nacía una unión que produciría varias obras en texto y audio, entre ellas el libro The Third Mind, colección de cut-ups firmados por los dos. Uno de los escritores más singulares del siglo XX, Burroughs también usaría la técnica en una trilogía de libros que incluye La máquina blanda, El tiquet que explotó y Nova Express, publicados entre 1961 y 1964, todos narraciones en que textos existentes cortados y montados en pedazos se colocaban de manera aleatoria, combinados con pinturas de Gysin y sonidos experimentales recortados por Ian Sommervile —en grabadoras de cinta magnética, entonces más populares que en el Egipto de Halim El-Dabh en 1944—.

Burroughs también describiría el cut-up de forma didáctica:

El método es simple. He aquí una manera de hacerlo. Coge una página. Como esta página. Ahora corta del centro para abajo. Tienes cuatro secciones: 1, 2, 3, 4, … un dos tres cuatro. Ahora reorganiza las secciones colocando sección cuatro con sección uno y sección dos con sección tres. Tienes una nueva página. A veces dice lo mismo. A veces algo bastante diferente —cortapegar discursos políticos es un ejercicio interesante—. De cualquier forma, vas a descubrir que eso dijo alguna cosa y alguna cosa bien definida. Toma cualquier poeta o escritor a quien admiras, digamos, o poemas que hayas leído muchas veces. Las palabras perderán su significado y vida por años de repetición. Ahora coge el poema y mecanografía pasajes seleccionados. Llena una página con extractos. Ahora corta una página. Tienes un nuevo poema. Tantos poemas como quieras. Tristan Tzara dijo: «La poesía es para todos». Y André Breton lo llamó policía y lo expulsó del movimiento. Di de nuevo: «La poesía es para todos». La poesía es un lugar y es libre para que todos cortapeguen a Rimbaud, y que te pongas en el lugar de Rimbaud.

El método del cut-up lleva a los escritores al collage, el cual ha sido usado por pintores durante setenta años. Y ha sido usado por las cámaras de fotos y cinematográficas. De hecho, todos los cortes de calle del cine o de cámaras fotográficas son, por los factores imprevisibles de transeúntes y la yuxtaposición, cut-ups. Y fotógrafos te dirán que sus mejores instantáneas son accidentes…, escritores dirán lo mismo. Los mejores escritos parecen ser aquellos hechos casi por accidente por escritores, hasta que el método de cut-up se volvió explícito —toda escritura es en realidad cut-ups; volveré a este punto— no hubo ninguna forma de producir el accidente de la espontaneidad. No puedes decidir la espontaneidad. Pero puedes introducir el factor imprevisible y espontáneo con unas tijeras.125

La década de 1950 todavía ve, en un ámbito menos underground, el pop art avanzar en la recombinación del collage modernista y dadaísta con cada vez más apropiación de los objetos de la cultura de masas, ahora también incluyendo la televisión, desde 1930 posible en Europa y en Estados Unidos, pero realmente popularizada y convertida en símbolo en los hogares occidentales en la década de 1950. Andy Warhol y Roy Lichtenstein, dos de los nombres (no por casualidad de Estados Unidos) más conocidos de ese movimiento, se volverían pop al usar elementos de historias en viñetas, de la propaganda publicitaria y de los programas de entretenimiento televisivo para parodiar y comentar la apatía que el consumo (también de productos mediáticos) puede producir en las personas. Como en Duchamp, la obra artística en el pop art se produce a partir de extractos de otras obras comercializadas a escala industrial, lo que todavía hoy plantea algunas cuestiones sobre propiedad intelectual y autoría. Warhol, en concreto, hizo sus obras más conocidas a partir de imágenes y objetos no producidos por él, sino reapropiados, como en el caso de Marilyn Monroe (1967), 250 serigrafías coloridas hechas en su Factory a partir de una foto publicitaria de la actriz símbolo de la Edad de Oro de Hollywood. Y, asimismo, de las Cajas de Brillo, un detergente popular en Estados Unidos, traídas por Warhol al mundo de las artes en 1964 y registrado con copyright desde entonces.

En la mayoría de los procesos legales a los que Warhol tuvo que hacer frente en la época, los tribunales reconocieron su gesto de apropiación como artístico. Para fundamentar su resolución, evocaron su trayectoria, el contexto del momento y testimonios de especialistas en el asunto, como críticos, historiadores y profesores, actores del campo artístico que podrían dar una «definición» de lo que la sociedad considera un artista. Las apropiaciones de Warhol pasarían la «prueba estética» también porque demostraron una «originalidad» en su acción; como antes lo hiciera Duchamp, en Cajas de Brillo Warhol modificaba de forma significativa e irreversible la esfera (y las reglas) del arte. La paradoja de la historia es que Warhol (y sus herederos después) se mostraron inflexibles respecto a modificaciones y usos de las obras del artista126.

Warhol no sería el primero, ni el último, en actuar de forma contradictoria al usar todo a la hora de crear, pero no permitir que otros usaran nada de lo que produjo. Hay un término en psicología para esa práctica, llamado de «aversión a la pérdida» (loss aversion, en inglés), que dice: «no nos gusta perder lo que tenemos». Habla de una tendencia de dar un valor más alto a las pérdidas que a las ganancias; los beneficios que obtenemos al copiar el trabajo de los demás no nos crea una gran impresión, pero, cuando nuestras ideas son copiadas, lo percibimos como una pérdida y nos volvemos como perros guardianes sedientos de venganza127. Los estudios de Disney son tal vez el caso más conocido de esta práctica: usó extensamente el dominio público para obtener algunas de sus principales obras —Blancanieves y los siete enanitos, Pinocho, Alicia en el país de las maravillas, La bella durmiente, Aladín— y convertirlas en dibujos animados de éxito comercial128. Pero cuando llegó la hora de que los derechos de autor de las primeras películas de Disney comenzaran a expirar, hicieron mucha presión para que el plazo de los derechos de autor fuera prorrogado en Estados Unidos. La última extensión, Copyright Term Extension Act, de 1998, se volvió conocida también como «Mickey Mouse Protection Act» y pospuso la entrada en dominio público de una obra a 70 años tras la muerte del autor, 120 años después de la creación o 95 años después de la publicación de la obra. Este último plazo es el caso de Mickey Mouse, publicado en 1928, que estará en dominio público en 2024 —a no ser que Disney haga nuevamente lobby para postergar esta fecha—.

IV.

Como contestación declarada al sistema de propiedad intelectual o para convertirse en una parte rutinaria del proceso de creación, los casos de reapropiación de ideas pasarían a ser tan frecuentes como lo quisiéramos notar a partir de los años 60. Es en esa década cuando los objetos tecnológicos basados en la grabación y reproducción empiezan a ser comercializados en la mayor parte del planeta y dejan de ser solo aparatos de especialistas para volverse cada vez más portátiles y menores, llegando a muchas casas de clase media del mundo occidental. Las grabadoras y los reproductores de audio en cinta magnética, por ejemplo, empiezan a encontrarse fácilmente en los mercados de los grandes centros urbanos con la producción y comercialización de las cintas de casete —tanto «vírgenes», que pueden ser usadas para grabar, como de música pregrabada— a partir de 1964. Patente de Philips de 1963129, el formato «compacto» de cinta casete vino a competir (y más tarde a sustituir) con el Stereo 8 (cartucho de ocho pistas u ocho track), creado en Estados Unidos en 1958 y ligeramente mayor que el casete, y a popularizar el hábito de escuchar y grabar música en cintas en lugar de las grabaciones de voz y dictados, como era costumbre con las primeras grabadoras. Sería lo que incitaría el uso de los grabadores portátiles que se propagan como productos comerciales al final de esa década —uno de los primeros es el modelo Typ EL 3302, de Philips, de 1968— con la posibilidad de almacenar audios de hasta treinta minutos en cada uno de sus lados.

Más caro y raro, el sampler aparece a partir de 1969 como un aparato que graba y permite la manipulación de diferentes muestras musicales, y después como un modo de cortar y solapar canciones —el sampling—. Surge a partir de los sintetizadores, aparatos que, basados en el formato del piano, juntan y tocan diferentes sonidos, como los primeros desarrollados por el ingeniero Robert Moog en 1964, todavía analógicos y que popularizan nombres como osciladores, sobres, generadores de ruido, filtros y secuenciadores con control de tensión como palabras (y efectos) para usarse en la modificación sonora. Contemporáneo de Moog es el Mellotron, de 1963, vendido inicialmente como un teclado con acompañamientos pregrabados (en cintas magnéticas) para animar los hogares ingleses, después usado en diversas bandas de rocanrol como The Moody Blues, Genesis, King Crimson y The Beatles —es el sonido que introduce el clásico «Strawberry Fields Forever», compuesta por John Lennon y Paul McCartney en 1967—. Seguirían existiendo el Electronic Music Studios (EMS), producido en Inglaterra en 1969, los Minimoogs y otros antes del Fairlight CMI, creado por los australianos Kim Rydie y Peter Vogel en 1979, principal responsable de la popularización del sampler, usado tanto en la difusión de la música electrónica como en el rap —un estilo musical completamente nacido y basado en la reapropiación130—. El sampler hizo de la composición, en la música pop, también el arte de combinar sonidos y fragmentos de canciones131.

También de esa época, el videocasete aparece comercialmente entre 1959 y 1963 con diversos modelos vendidos por marcas como Toshiba, Philips y Sony. Basados en el mecanismo de registro y almacenamiento de información semejante al de las cintas magnéticas de audio, los primeros todavía eran aparatos pesados, ruidosos y caros, más usados en empresas, escuelas, hospitales. Pero en la década de 1970, disminuyeron de tamaño y estarían disponibles en el mercado para, por ejemplo, ser usados para la grabación casera de programas de televisión. A partir de 1969, con la comercialización de las cámaras caseras con baterías acopladas (modelo llamado Portapak), los videocasetes también empezarían a exhibir vídeos caseros de esas cámaras —las primeras que usan cintas magnéticas que pueden reproducirse en esos aparatos son del comienzo de la década de 1970—.

Las décadas de 1950, 1960 y 1970 son, ciertamente, las de propagación del uso de tecnologías de reproducción y grabación de audio y vídeo. Pero no podemos olvidar que la copia impresa no solo permaneció, sino también fue impulsada por los inventos técnicos de ese período. Un nombre se volvió sinónimo de una práctica: Xerox, nacida en 1948 como marca registrada de fotocopiadoras basadas en el método de la electrofotografía, práctica que, en 1947, recibió un nuevo nombre de más fácil definición: xerografía (del griego xeros, seco, y grafía, escritura). Xerox lanzó al mercado su primera máquina de impresión en 1960, la Xerox 914, y a partir de entonces, igual que con otras marcas y modelos de fotocopiadoras que la siguieron, se volvió sinónimo de copia y referencia de una práctica artística —el copy art—. En Brasil, fue rebautizada como xerografía y muy practicada, cerca del arte postal (o mail art), por artistas como el ya citado Paulo Bruscky, Hudnilson Jr. (Río de Janeiro) y Hugo Pontes (Minas Gerais). Este último escribió:

Tal vez el aspecto más importante de la xerografía sea que esta ofrece al artista que no tenga habilidad para el diseño condiciones para elaborar el montaje de sus proyectos, mezclando planos, líneas y sombras, sin ningún instrumento auxiliar que la técnica de diseño exige. Mediante este proceso electrónico podemos trasponer a los distintos grados de densidad de blanco y negro imágenes cromáticas, reticuladas e incluso en relieve (en este caso, objetos transformados en figuras), lo que se acerca mucho a los collages, haciendo posible un regreso a las experiencias de los tachistas.132

La cinta y el videocasete, la grabadora de audio y las cámaras de vídeo portátiles y las fotocopiadoras trajeron un aspecto hasta entonces nuevo a la cuestión de la propiedad intelectual y de la propagación de la cultura libre: la reproducción de canciones, vídeos y textos para fines caseros y no comerciales. Más allá de las copias llamadas piratas, que, como vimos, siempre acompañaron a las reproducciones legalmente permitidas, la llegada de las tecnologías de grabación y reproducción a las casas de la gente popularizó la copia privada, que no pagaba derechos de autor a nadie. Más que popular, un hábito: grabar una cinta de casete con músicas escogidas de una o más radios, por ejemplo, se convirtió en uno de los mejores regalos cuando se quería conquistar a alguien en los 80.

El potencial recombinante de las tecnologías de grabación y reproducción desarrolladas en la segunda mitad del siglo XX crearía un problema también para la industria que, desde la propagación de los derechos de autor a mediados del siglo XIX, se estableció con base en la propiedad intelectual. Fue así cuando, en 1964, Philips sacó al mercado el casete de audio y la industria fonográfica primero trató de impedir el lanzamiento del producto y después hizo lobby en el Congreso de los Estados Unidos para que se creara un impuesto sobre los casetes vírgenes para compensar la pérdidas de la industria resultantes de las copias que los usuarios harían de sus LP a casetes. Lo mismo sucedió en 1976, cuando Sony publicó el videocasete formato Betamax y Universal Studios y los estudios de Disney iniciaron un proceso contra la empresa acusándola de que los productos resultantes de esos aparatos incitarían a la violación de los derechos de autor133.

En este último caso, una batalla judicial que duró ocho años acabó reconociendo que la persona que grababa el último capítulo de una telenovela en el videocasete Betamax (o en otros tipos que le siguieron) no estaba practicando piratería134. En muchas otras situaciones semejantes ocurrió lo mismo: ninguna ley conseguiría contener de forma eficiente el uso privado y comunitario de las obras sin el pago de los derechos de autor correspondientes. No sería posible controlar la reproducción casera sin fines comerciales cuando las tecnologías de reproducción y grabación no solo permiten la copia, sino que también la emplean para cualquier fin, incluido el personal, como método básico de funcionamiento.

Como máquina que une grabación y registro de texto, audio e imagen, el ordenador personal empezaría a ser vendido y popularizado por empresas creadas en Sillicon Valley a partir de 1975. Dos décadas después, se combinaría con Internet para volverse, los dos, responsables de hacer que el proceso de creación estuviera aún más basado en la copia, lo que ampliaría el debate sobre propiedad intelectual, piratería y cultura libre a niveles no conocidos hasta entonces.

CAPÍTULO 5

CULTURA LIBRE

Barco con símbolo de copyleft

Los vendedores de software quieren dividir a los usuarios y dominarlos para llevarlos a aceptar no compartir su software con los demás. Me rehúso a romper la solidaridad con otros usuarios de esta manera. Mi conciencia me impide firmar un acuerdo de confidencialidad o un acuerdo de licencia de un programa. Durante años he trabajado en el Laboratorio de Inteligencia Artificial oponiéndome a estas tendencias y otras descortesías, pero al final fueron demasiado lejos: no podía permanecer en una institución donde tales cosas se hicieran en mi nombre en contra de mi voluntad. Para poder seguir utilizando los ordenadores sin deshonra, he decidido agrupar un conjunto suficiente de programas libres para poder vivir sin usar ningún programa que no sea libre.

Richard Stallman, El manifiesto de GNU, 1985


Por un lado, estos artesanos de tecnología punta no solo suelen estar bien pagados, sino que también tienen una considerable autonomía para determinar su ritmo y su lugar de trabajo. En consecuencia, la división cultural entre el jipi y el «hombre de organización» se ha vuelto bastante borrosa. Pero, por otro lado, estos trabajadores están vinculados por los términos de sus contratos y no tienen garantía alguna de un trabajo continuado. Al carecer del tiempo libre de los jipis, el trabajo se ha convertido en la principal vía para la autorrealización para buena parte de la «clase virtual».

Richard Barbrook; Andy Cameron, La ideología californiana, 1995


Gobiernos del Mundo Industrial, vosotros, cansados gigantes de carne y acero, vengo del Ciberespacio, el nuevo hogar de la Mente. En nombre del futuro, os pido en el pasado que nos dejéis en paz. No sois bienvenidos entre nosotros. No ejercéis ninguna soberanía sobre el lugar donde nos reunimos. Estamos creando nuestro propio Contrato Social. Esta autoridad se creará según las condiciones de nuestro mundo, no del vuestro. Nuestro mundo es diferente. Vuestros conceptos legales sobre propiedad, expresión, identidad, movimiento y contexto no se aplican a nosotros. Se basan en la materia. Aquí no hay materia.

John Perry Barlow, Declaración de independencia del ciberespacio, 1996


Cuando te saltas a los intermediarios, puede ser así de fácil.

Creative Commons, Sé Creativo, 2000


Cuando descargas archivos MP3, también estás descargando el comunismo.

Record Industry Association of America, Campaña antipiratería, años 2000


El código abierto y el copyleft se extienden actualmente mucho más allá de la programación del software: las «licencias abiertas» están en todas partes y en tendencia pueden convertirse en el paradigma de un nuevo modo de producción que libere finalmente la cooperación social (ya existente y visiblemente desplegada) del control parasitario, la expropiación y la «renta» a favor de grandes potentados industriales y corporativos.

Wu Ming, Copyright y maremoto, 2002


La idea es que el copyright significa «all rights reserved» y el Creative Commons significa «some rights reserved». Y tú dices cuáles son estos. Existen varias fórmulas, varios tipos de licencias abiertas. Se trata de intentar crear un modo de convivencia en el ámbito de la información que sea tolerable, y que evite lo que está sucediendo, que es el control de la información por las grandes empresas. Ahora todo eso es, en cierta forma, un paliativo. El Creative Commons puede ser visto, como lo es efectivamente por los más, digamos, radicales, como una estrategia capitalista. El verdadero anarquista no quiere saber nada de Creative Commons ni de copyleft, es totalmente radical. En principio estoy con ellos, considero la propiedad privada una monstruosidad, sea esta intelectual o no, pero sé también que tampoco se avanza dándose contra una pared, tapando el sol con las manos. Pienso que tienes que transigir, tienes que hacer algún tipo de negociación.

Eduardo Viveiros de Castro, Economia da cultura digital, en Savazoni; Cohn, Cultura digital.br, 2009

I.

«¡La impresora está atascada de nuevo!»


Richard M. Stallman, programador de software en el laboratorio de Inteligencia Artificial del Massachusetts Institute of Technology (MIT), en la Costa Este de Estados Unidos, cuenta que descubrió el problema una hora después de enviar desde su ordenador un archivo de cincuenta página para imprimir y se dio cuenta de que la máquina había puesto tinta en cuatro páginas de otro trabajo, y no del suyo. No era realmente una novedad, ya que había vivido otra situación parecida, en la cual el recién graduado físico de Harvard había usado sus habilidades de programación para evitarlo, creando una pequeña modificación en el código del programa de la impresora que permitía avisar, a distancia, cuando esta estaba atascada, mediante la frase «The printer is jammed, please fix it»135. Pero esa vez la impresora era nueva, uno de los últimos lanzamientos de Xerox (modelo 9700), que imprimía trescientos puntos por pulgada en hojas sueltas de papel a una velocidad de hasta dos páginas por segundo (pps), por uno o dos lados, formato paisaje o retrato. Fue donada al laboratorio de modo de prueba, hábito de la empresa y de otras basadas en aparatos tecnológicos con lugares donde se reunían normalmente jáqueres —si ellos conseguían hackear, muchas veces eran llamados para trabajar en esas empresas—. En los años 60 y 70, el MIT era uno de los primeros lugares donde esa comunidad de programadores de software y hardware defensores de la idea de que «toda la información debe ser libre», que remite a Thomas Jefferson, al marqués de Condorcet y al nacimiento del liberalismo, se reunían para inventar y compartir códigos para los cada vez más potentes y más pequeños ordenadores que había en los centros de investigación. Entre una pizza de madrugada y un interés friki y de aficionado que ahondaba en cualquier asunto aparentemente banal, como el formato de una zanahoria, o algo complejo, como formas de llamadas telefónicas de broma, intentaban crear soluciones creativas para problemas complejos. En resumen, hackeaban.

Cuando Stallman vio el problema con la nueva impresora de Xerox, pensó en aplicar la corrección antigua y hackearla nuevamente. Sin embargo, al buscar el software de la máquina de Xerox que le permitiría corregir o modificar la impresora, descubrió que la empresa no había enviado, como era costumbre hasta entonces, un programa de cortesía para que los programadores pudieran leer el código, sino solo un archivo casi infinito de ceros y unos llamado binario. Él podría convertir los ceros y unos en instrucciones para máquinas de bajo nivel con programas llamados desensambladores y, entonces, intentar que se ejecuten en las tripas de la impresora, pero sería una tarea lenta y difícil, que podría causar años de impresiones congestionadas y molestias diversas.

Lo que Stallman hizo entonces fue ir a por el programa. Descubrió que otro programador, en la Universidad Carnegie Mellon, también en la Costa Este de Estados Unidos, tenía el software. Al visitarlo con el credencial de «investigador del MIT», conversó de modo cordial también con otros ingenieros involucrados en la producción de Xerox e hizo una petición de acceso al código del software de la impresora. Fue entonces informado de que el código era una novedad considerada de vanguardia; por tanto, debía permanecer secreto y no ser compartido. Stallman salió de la universidad sin decir nada, con rabia y sin la copia, con la sensación de que lo que era antes libre y compartible se estaba, al final de la década de 1970, volviendo confidencial. No por alguna censura legal del gobierno, sino por intereses de mercado; hasta entonces no existía el acuerdo de confidencialidad (en inglés, nondisclosure agreement, NDA) en la industria del software, lo que hacía que todo el software fuera libre, con su código fuente disponible para cualquiera que lo quisiera leer y modificar.

Un programa de ordenador —o de una impresora— funciona como un conjunto de instrucciones para que la máquina ejecute funciones. Está escrito en un lenguaje que esos inventos técnicos sabían leer y procesar; cuanto más en las tripas, de más bajo nivel es el lenguaje; cuanto más próximo a la interfaz con el humano, de más alto nivel. Al conjunto finito de procedimientos que son ejecutados por una máquina se le llama algoritmo, una palabra árabe (لخوارزمية) latinizada en el contexto de las matemáticas en el siglo VII, pero cuya primera utilización destinada a un ordenador fue por la condesa Ada Lovelace136 para la máquina analítica de Charles Babbage —un gigantesco aparato básicamente para resolver logaritmos y funciones trigonométricas— a final del siglo XIX. Como todo lo que se basa en instrucciones, las presentes en un algoritmo funcionan mediante la circulación de información, en este caso entre máquina y humanos mediados por el lenguaje; no tener acceso al código que controla la circulación de información entre estas partes es no saber lo que está siendo intercambiado; por tanto, tampoco saber cómo se está ejecutando un procedimiento, no tener posibilidad de modificarlo, sea para arreglar un error o proponer una mejora, y, finalmente, no poder pasárselo a otros —que, sin tener la llave para abrir la caja negra del algoritmo, poco pueden hacer con él—.

De la misma forma que un bien cultural, un programa tiene en su origen el intercambio de información y la recombinación de ideas. Cuando Stallman, al final de la década de 1970, se da cuenta de que la información de un programa empieza a cerrarse por motivos de confidencialidad, y a ser solo accesible mediante un pago, surge un movimiento en algunos aspectos semejante a lo que ocurrió con la consolidación del copyright y el derecho de autor en la Europa del siglo XVIII: el cierre privado de lo que antes era común y de libre acceso. Como empieza a tener cada vez más valor en su circulación en el mercado capitalista, el software pasa a tener un propietario; su código, ahora cerrado, es la clave del valor del producto, el secreto mejor guardado que determina su exclusividad.

Al contrario, sin embargo, que un bien cultural, un programa es un conjunto de instrucciones para una máquina. ¿Cómo nos vamos a comunicar con una máquina si no conocemos su código y su idioma? No vamos a hacerlo. O mejor dicho, quien va a tener la exclusividad de comunicarse será quien posea la propiedad del código del programa. Un problema de comunicación se resuelve con la garantía del privilegio del emisor: solo quien produjo, a partir de información común, tiene ese derecho. El caso de la Xerox 9700 empuja a Stallman a preguntarse: ¿pero el derecho de acceso, uso y reutilización de la información necesaria para que un aparato técnico funcione no es también importante? Para él, negarse a ofrecer el código fuente del software no era solo la discontinuidad de una regla establecida a partir del final de la Segunda Guerra Mundial, cuando, después de Alan Turing y otros, los programas comenzaron a ser importantes, sino también una violación de la Regla de Oro, la máxima moral que decía «actúa con los demás como te gustaría que actuaran contigo»137.

De su insatisfacción personal y deseo de tratar de mantener la información abierta y libre, Stallman crea, a finales de la década de 1970, la idea de software libre como un programa que daría libertad a su usuario, justo como en los primeros años de los programas de ordenador, (0) de ejecutar el programa, para cualquier propósito; (1) de estudiar el programa y adaptarlo a sus necesidades; (2) de redistribuir copias del programa; (3) de modificar (perfeccionar) el programa y distribuir esas modificaciones138. De manera silenciosa pero esencial, el software libre se extendería con Internet y la popularización de los ordenadores en los años 80 y 90, y se llevaría a otros terrenos, como la cultura, en la cual encontraría un caldo de cultivo para expandirse. A partir del software libre nace el copyleft, en los años 80, que después va a hacer que la cultura libre se propague en los primeros años del Internet comercial como una idea, un movimiento de personas y una práctica aliada con el intercambio de todo tipo de archivos en Internet (o descarga), la libre recombinación de ideas para crear bienes culturales y un desafío a los cambios en la legislación del derecho de autor a partir de las transformaciones producidas por Internet.

El avance del streaming y la popularización de las redes sociales en Internet, ya a finales de los años 2000, vuelven las diferencias significativas que caracterizan a un programa y un bien cultural, como un libro o una canción, más visibles que en los primeros años de Internet. Detrás de la tecnología y del libre intercambio está la energía —la energía viva139 de un trabajo inmaterial a la que en muchos casos la cultura libre de Internet no prestó atención—. «El abuso precede al uso», dice el francés Michel Serres140, una buena frase para explicar el sentimiento de resaca que el Internet pos-2016 trajo a todos los que nos embriagamos con la «liberación del polo emisor de la información» de los primeros años de la red y no conseguimos considerar alternativas económicas y políticas a la construcción de una red que, en los años finales de la década de 2010, ayudó a difundir una venganza fascista formada por iniciativas políticas de colonización de la red y propagación de odio presente en varios rincones del planeta.

II.

El 27 de septiembre de 1983, Stallman envió un correo electrónico por la entonces llamada Arpanet, red precursora de Internet, que unía principalmente centros de investigación en universidades de Estados Unidos:

A partir del próximo Día de Acción de Gracias comenzaré a escribir un sistema de software completo compatible con Unix llamado GNU (que significa «Gnu No es Unix»), y lo distribuiré libremente para que todos puedan usarlo. […] Considero que la regla de oro exige que si a mí me gusta un programa, debo compartirlo con otras personas a quienes también les gusta. Mi conciencia no me permite firmar un acuerdo de confidencialidad o un acuerdo de licencia de software. Para poder seguir utilizando ordenadores sin violar mis principios, he decidido reunir suficiente software libre para no tener que usar ningún programa que no sea libre.141

El correo terminaba con la firma que Stallman solía usar en Arpanet (RMS) y el apartado postal para comunicación, en Cambridge. Sería el paso inicial del Proyecto GNU, iniciativa que inaugura la idea de un software que, en sentido opuesto a los cada vez más cerrados programas publicados al inicio de los años 80, sería libre para diferentes tipos de uso y modificación, con su código disponible para que cualquiera pudiera acceder. Era un proyecto en que el programador estaba trabajando desde hace algunos años, inspirado por una ética jáquer que lo había influido en el MIT, basada en el acceso y en la compartición total de información y en la colaboración en vez de la competición; y que tenía por principios: 1) el acceso a ordenadores —y a cualquier otro medio que sea capaz de enseñar algo sobre cómo funciona el mundo— debe ser ilimitado y total; 2) toda la información debe ser libre; 3) no confíes en la autoridad y promueve la descentralización; 4) los jáqueres deben ser juzgados según su hacking, y no según criterios sujetos a sesgos tales como títulos académicos, raza, color, religión, posición o edad; 5) puedes crear arte y belleza en el ordenador; 6) los ordenadores pueden cambiar tu vida a mejor142.

Presente como modus operandi en las comunidades de programadores de los años 60 y 70 en que Stallman se crió, esa ética jáquer comenzaba, según él, a cambiar cuando muchos miembros se fueron a empresas privadas de tecnología, que comenzaban a surgir a montones en el final de la década de 1970 y el inicio de 1980 para comercializar ordenadores personales, software y hardware diversos.

La desbandada de la comunidad jáquer en el laboratorio donde Stallman trabajaba143 representaba bien ese movimiento: al inicio de 1980, buena parte de los integrantes del AI Lab (Laboratorio de Inteligencia Artificial) fueron contratados por la empresa Symbolics, creada por Russ Noftsker, un integrante del laboratorio que lideraba el grupo que estaba abandonando algunos principios jáqueres, como dejar abierto y compartir el código fuente, para comercializar sus productos. La disputa de Noftsker era, especialmente, contra el grupo liderado por Richard Greenblatt, también del MIT, que había creado en 1979 el proyecto LISP Machine, una empresa que fabricaba ordenadores basados en el lenguaje de inteligencia artificial LISP y que trataba de permanecer fiel al espíritu jáquer, sin renunciar al código abierto. Greenblatt creía que los recursos que venían de la construcción y venta de algunas máquinas podrían ser reinvertidos en la financiación de la empresa, mientras que Noftsker apostaba por un camino, tradicional en el capitalismo y convertido en regla en el mundo de las startups de tecnología a partir de entonces, de buscar inversores y apoyo en fondos de inversión. La opción de Noftsker atrajo a más personas, resultando en la creación de Symbolics y en la salida de muchos integrantes del AI Lab, una historia que Steven Levy cuenta en su libro Hackers: Heroes of the Computer Revolution, en el cual nombró a Stallman, que en la disputa permaneció en el bando de Greenblatt, como «El último de los verdaderos jáqueres», también título del capítulo que detalla el caso.

La propuesta de Stallman para el Proyecto GNU era dar a los usuarios la libertad que Unix, sistema operativo robusto y el más usado en la época, creado en 1969, no daba. Para eso, aprovechó las posibilidades que Unix todavía permitía en la época, como el acceso a su código fuente, y empezó a crear su propio sistema operativo, que tendría que ser compatible con el más usado (Unix) en la época, pero, a diferencia de este, debería ser «100 % software libre». No 95 % libre, no 99,5 %, sino 100 % —«para que los usuarios sean libres de redistribuir el sistema completo y libres de alterar y contribuir a cualquier parte del mismo»144—. De ahí que el nombre sea un acrónimo que rinde homenaje a Unix, pero al mismo tiempo se diferencia: Gnu is not Unix. En aquel momento, Stallman ya había creado uno de sus trabajos más conocidos, un programa editor de textos llamado Emacs (abreviatura de «edición de macros»), que daba una muestra de lo que haría más tarde con el Proyecto GNU y que «fue libremente compartido con quien aceptara una única condición impuesta: todas las modificaciones y mejoras hechas por los usuarios en el programa deberían ser también compartidas»145.

A comienzos de 1984, meses después de anunciar la creación del Proyecto GNU, ya sin el ambiente fértil y colaborativo en el que había convivido durante muchos años, Stallman salió del MIT y pasó a dedicarse por completo al desarrollo de su sistema operativo. Para él, salir del instituto era imprescindible si quería que nada interfiriese en la distribución de GNU como software libre: «El MIT podría haberse apropiado de mi trabajo y haber impuesto sus propios términos de distribución, o incluso convertir el trabajo en un paquete de software propietario»146. El mismo año, dio comienzo al desarrollo de Emacs para GNU, el GNU Macs, el primer programa del nuevo sistema operativo, al cual seguirían varios otros en los años siguientes, como compiladores de código de diversos lenguajes de programación (GCC), depuradores (GNU Debugger), entre otros.

En octubre de 1985, Stallman funda la Free Software Foundation (FSF), fundación sin ánimo de lucro que hasta la fecha es responsable del Proyecto GNU. En ese mismo año publica El manifiesto de GNU, que presenta las ideas relacionadas con su proyecto y llama a programadores a ayudarlo en el desarrollo del sistema. Con frases del primer anuncio de dos años antes y con constantes modificaciones hasta 1987, es hasta la fecha un documento central en la filosofía del software libre. Algunos fragmentos:

Los vendedores de software quieren dividir a los usuarios y dominarlos para llevarlos a aceptar no compartir su software con los demás. Me rehúso a romper la solidaridad con otros usuarios de esta manera. Mi conciencia me impide firmar un acuerdo de confidencialidad o un acuerdo de licencia de un programa. Durante años he trabajado en el Laboratorio de Inteligencia Artificial del MIT oponiéndome a estas tendencias y otras descortesías, pero al final fueron demasiado lejos: no podía permanecer en una institución donde tales cosas se hicieran en mi nombre en contra de mi voluntad. Para poder seguir utilizando los ordenadores sin deshonra, he decidido agrupar un conjunto suficiente de programas libres para poder vivir sin usar ningún programa que no sea libre. […]

Muchos programadores están descontentos con la comercialización del software de sistema. Puede permitirles ganar más dinero, pero los hace sentirse en conflicto con otros programadores en lugar de sentirse como compañeros. El fundamento de la amistad entre programadores es el compartir programas, pero los acuerdos de mercadotecnia que los programadores suelen utilizar básicamente prohíben tratar a los demás como amigos. El comprador de software debe escoger entre la amistad y la obediencia a la ley. Naturalmente, muchos deciden que la amistad es más importante. Pero aquellos que creen en la ley a menudo no se sienten a gusto con ninguna de las opciones. Se vuelven cínicos y piensan que la programación es sólo una manera de ganar dinero. […]

Una vez que GNU esté terminado, todo el mundo podrá obtener un buen sistema de software tan libre como el aire.

Esto significa mucho más que ahorrarse el dinero para pagar una licencia Unix. Significa evitar el derroche inútil de la duplicación de esfuerzos en la programación de sistemas. Este esfuerzo se puede invertir en cambio en el avance de la tecnología.

El código fuente del sistema completo estará disponible para todos. Como resultado, un usuario que necesite cambios en el sistema siempre será libre de hacerlo él mismo, o contratar a cualquier programador o empresa disponible para que los haga. Los usuarios ya no estarán a merced de un programador o empresa propietaria de las fuentes y que sea la única que puede realizar modificaciones.147

El proceso de desarrollo de GNU a partir de 1985 le aportó a Stallman varias enseñanzas. La principal de ellas es el hecho de que no bastaba crear un proyecto que tuviera como principio la libertad y el libre uso y la libre compartición si no había alguna forma de proteger y garantizar esa libertad también de forma jurídica. Así, en 1989, fue publicada la General Public License (GPL), una licencia genérica que cubría todos los códigos del proyecto GNU y que aspiraba a otorgar libertades de uso que el copyright en boga en Estados Unidos no permitía. Stallman precisaba «garantizar a los usuarios de GNU los derechos básicos de acceso, copia, modificación y redistribución de los programas, y para eso era preciso restringir las restricciones a esos derechos. Él creó entonces, con la ayuda del copyright, un sistema que otorgaba a todos el derecho de que accedieran a sus programas y a nadie el derecho de restringir ese acceso»148. Registró el copyright del programa para, después, liberarlo, creando un tipo de proceso viral en que todos los usos solo son posibles si se transfieren a otros. Garantizaba así que nadie se apropiase del software.

En el texto original de la GPL, constan las libertades que caracterizarían, a partir de entonces, lo que es un software libre, y también la justificación para usar el sistema de copyright para protegerlo de este mismo:

Para proteger tus derechos necesitamos evitar que otros te nieguen estos derechos o te pidan que renuncies a los derechos. Por lo tanto, tienes ciertas responsabilidades si distribuyes copias del programa o si lo modificas: responsabilidades de respetar la libertad de los demás.

Por ejemplo, si distribuyes copias de tal programa, ya sea gratis o por una tasa, debes dar a los receptores las mismas libertades que recibiste. Debes garantizar que ellos también reciban o puedan recibir el código fuente. Y debes mostrarles estos términos para que conozcan sus derechos.149

El hack en el sistema jurídico para garantizar las libertades del software libre que dio origen a la GPL tomó el nombre de copyleft. Fue un juego de palabras con la palabra copyright propuesto, según cuenta Stallman150, por su amigo Don Hopkins en una carta a él enviada en 1984 (o 1985), en la que Hopkins escribía la siguiente frase al final del mensaje: «Copyleft – all rights reversed» (Copyleft – todos los derechos invertidos), claramente relacionada con los avisos de copyright que incluían la frase «All rights reserved» (Todos los derechos reservados). A lo largo de los años, se crearon diversas posibilidades de interpretación del juego de palabras aparte de esta, entre ellas la de que copyleft sería «copia de izquierda» en paralelo al copyright, «copia de derecha».

Con juego de palabras o de forma literal, el copyleft fue el concepto, expresado en la licencia GPL y otras ligadas al Proyecto GNU que la siguen hasta la fecha, de requerir la propiedad legal para, en la práctica, renunciar a esta al autorizar que todos hagan el uso que deseen de la obra, mientras que transmitan sus mismas libertades a otros. La exigencia formal de la propiedad significa que ninguna otra persona podrá poner un copyright sobre una obra copyleft e intentar limitar su uso. Stallman ya afirmó que su objetivo inicial era idealista: difundir la libertad y la cooperación, promoviendo el software libre, y sustituir el software propietario que prohíbe la colaboración. Su intento fue el de intentar reconciliar el mantenimiento de la libertad de uso y modificación del software con una protección para que ninguna persona se apropiara de esta. Como él mismo afirmó:

La manera más fácil de liberar un programa es ponerlo en dominio público, sin derechos reservados. Esto permite a la personas compartir el programa y sus mejoras, si así lo desean. Pero también permite que quienes no creen en la cooperación conviertan el programa en software propietario. Pueden hacer cambios, muchos o pocos, y distribuir su resultado como un producto propietario. Las personas que reciben el programa con esas modificaciones no disfrutan de la libertad que les dio el autor original; el intermediario les ha despojado de ella.151

A partir de la GPL y del copyleft se creó un aparato legal que, en los años siguientes, demostraría ser una idea posible de poner en práctica no solo en el mundo de la informática, sino también en otras áreas del conocimiento y de la cultura, aglutinando a otros grupos distintos en torno a un deseo antiguo manifestado en la sociedad de democratización de los bienes culturales152. Volver el derecho al acceso mayor que el derecho a la restricción fue algo que, hasta ese momento, solía manifestarse de diferentes formas: con la negación de la propiedad intelectual, las prácticas anticopyright que criticaban la posición de ver los bienes culturales solamente como mercancías, el uso indiscriminado de fragmentos de otros obras sin realizar un pago o incluso sin reconocimiento de fuente (como en los diferentes usos de plagio creativo) y el rechazo a la autoría mediante el anonimato o la identificación colectiva. La idea de usar el propio sistema de propiedad intelectual para burlarlo mostró ser una novedad que, con la popularización de Internet, se extendería después a diversos lugares y áreas muy alejados de su origen.

III.

A finales de los años 90, el copyleft se difunde por lo menos de dos formas diferentes. La primera como una idea y una práctica de enfrentamiento con el statu quo del derecho de autor y del conocimiento considerado como mercancía, camino adoptado por movimientos activistas de áreas como el medio ambiente; anarquistas, autonomistas e integrantes de iniciativas relacionadas con una izquierda antineoliberal; y artistas que se adhieren a una contracultura de cuestionamiento de la autoridad en diversas áreas, como muchos de los citados en el capítulo anterior. El segundo camino de propagación del copyleft se da como un discurso aglutinante de prácticas a favor de la defensa de la libertad de información y acceso a partir de la digitalización y de Internet, como es el caso de muchos jáqueres relacionados con el software libre y el código abierto y de ciberactivistas que, en esa época, se orientan a áreas como el intercambio libre de archivos en la red y la defensa de medios de comunicación libres que busquen perspectivas diferentes al periodismo de las grandes redes.

En algunos casos, las dos formas se mezclan, como veremos más adelante. Pero, en primer lugar, es importante contar como, diez años después de la creación de la GPL, en 1999 el copyleft se convierte en la inspiración principal para la creación de un movimiento en torno a una cultura libre (free culture), sobre todo proveniente de Estados Unidos y de Europa. Proyectos que surgen en esa época, como el Science Commons, Open Access y Open Educational Resources (OER) —en español, recursos educativos abiertos (REA)153— propagarán el acceso, el libre uso e intercambio de recursos en diferentes áreas de la misma forma que la establecida a partir de las libertades del software libre propuestas por Stallman. En una sociedad donde información, código y ley empiezan a formar un trío cada vez más poderoso, ideas como la libertad, los commons y la apertura se desarrollan de forma clave en un movimiento de cultura libre que aspira a ofrecer alternativas al cercamiento y al control progresivos de la cultura en la época154.

Artistas relacionados con la contracultura y la libertad del conocimiento empiezan a mirar la idea del copyleft y verla como táctica, apropiándose de ella y desarrollándola para diversos fines, inclusive jurídicos. Es el caso del nacimiento de la primera licencia libre fuera del ámbito del software, la Licencia de Arte Libre155, creada a principios del 2000 por un grupo de artistas franceses en el foro de Internet llamado Ataque Copyleft. Publicada en julio del 2000, esta se basa en los mismos principios del copyleft original y surge por el deseo de desencadenar procesos creativos, y no por cuestiones ligadas a los derechos de autor o al uso de aplicaciones156. Bajo el punto de vista de los que propusieron la licencia, el software libre abrió el camino real para la expansión de técnicas creativas a partir de los medios de comunicación digitales, y el arte libre (la licencia) ayudaría a evitar la apropiación exclusiva del arte libre (como práctica): «Si definimos en el copyleft como un principio orientador, el Arte Libre se conecta con lo que el arte siempre fue, desde tiempos remotos, incluso antes de que reconocieran que este posee una historia: una creación de la mente, en rebelión contra una cultura a la que le gustaría dominarlo y entenderlo»157.

De tradición anticopyright y de nombres colectivos de los años 80 y 90, el colectivo italiano Wu Ming se mostraría identificado con el copyleft para usarlo como bastión para su defensa contra la propiedad intelectual. Los primeros textos y entrevistas del colectivo concedidas a periodistas que mencionan la cuestión datan de 2002 y 2003; en especial, Copyright y maremoto158, texto publicado por uno de los integrantes del colectivo (Wu Ming 1), trata de defender el código abierto y el copyleft como estrategias aliadas de la libre compartición en contra la privatización de la cultura —y que podrían superar la legislación de propiedad intelectual de la época—. La fuerza del copyleft derivada del hecho de ser una innovación jurídica surgida de abajo que supera la mera «piratería», enfatizando la pars construens159 del movimiento real160.

El código abierto y el copyleft se extienden actualmente mucho más allá de la programación del software: las «licencias abiertas» están en todas partes y en tendencia pueden convertirse en el paradigma de un nuevo modo de producción que libere finalmente la cooperación social (ya existente y visiblemente desplegada) del control parasitario, la expropiación y la «renta» a favor de grandes potentados industriales y corporativos.161

En 2005, el texto Notas inéditas sobre copyright y copyleft actualiza el tema y señala el copyleft no como un movimiento o ideología, sino como un término que «engloba una serie de prácticas, escenarios y licencias comerciales, y que encarna todas las exigencias de reforma y adecuación de las leyes de derecho de autor hacia el «desarrollo sostenible»162.

También a comienzos de los años 2000, una parte del activismo digital y de la academia jurídica empieza a observar movimientos en torno a la cultura libre y a unirse en oposición al cada vez mayor endurecimiento de las leyes de derecho de autor, principalmente en Estados Unidos, lugar de origen de los primeros ordenadores personales, de los programas para esos ordenadores y de otros inventos tecnológicos realizados en Silicon Valley. Algunas de esas actualizaciones en la ley fueron el Digital Millennium Copyright Act (DMCA) y el Sonny Bono Copyright Act (también conocido como el ya citado Mickey Mouse Protection Act). En ese mismo año, Brasil aprobó su última ley de derechos de autor, que, aún vigente hasta la fecha de publicación de este libro, amplió de 60 a 70 años el plazo de protección de derechos del autor después de su muerte163.

Una de las principales voces del activismo y del derecho que empieza a organizarse en torno a la noción de cultura libre es Lawrence Lessig, abogado y profesor de derecho en Harvard. Miembro del Berkman Center for Internet & Society, Lessig acababa de publicar Code and Other Laws of Cyberspace (1999), libro que lo convertiría en una referencia en derecho y gobernanza en Internet, cuando se involucró en la defensa de Eric Eldred, creador de una página de Internet que daba acceso a libros en dominio público y que había quitado su sitio web de Internet en protesta contra el aumento de veinte años del plazo de validez del derecho de autor propuesto en el Sonny Bono Copyright Act. Conocido como Eldred vs. Ascroft, el caso, de 1999, se popularizó en Internet en función del alcance del sitio web, que en la época tenía más de veinte mil accesos al día, y con la articulación en su defensa propuesta por Lessig, que juntó a varios organizaciones de defensa del interés público, como Electronic Frontier Foundation (EFF), la Free Software Foundation (FSF), la Public Knowledge, entre autores, abogados, economistas e incluso empresas tecnológicas, como Intel164.

Lessig argumentaba que la extensión del plazo de los derechos de autor violaba la Constitución de los Estados Unidos, que determinaba, como Thomas Jefferson y otros liberales habían defendido a final del siglo XVIII, que la protección de derechos de autor tendría un plazo limitado165. Incluso apelando al máximo documento del país, la acción de Lessig fue negada en todas las instancias, incluso en la Corte Suprema. Sirvió, sin embargo, para mostrar tanto a Lessig como a otros activistas que los caminos políticos y jurídicos tradicionales estaban cerrados a la negociación sobre la flexibilización de los derechos de autor y «que los derechos de acceso y protección del dominio público, en las esferas oficiales, eran vistos como impedimentos perjudiciales al comercio electrónico»166. A finales de los años 90, las legislaciones de Internet se adaptaban a partir de las leyes de derecho de autor usadas en el entretenimiento y en la cultura, creadas a partir de acuerdos como los de Berna y de París, en el siglo XIX, en aquel momento ya también incorporados a la Organización Mundial del Comercio (OMC).

El cambio buscado tras las derrotas jurídicas fue crear un nuevo tema para presentar otros caminos, jurídicos y políticos, en defensa del conocimiento y de la cultura libre. De ese movimiento nacía, en 2001, Creative Commons (CC), una organización sin ánimo de lucro que aspiraba a crear licencias alternativas al restrictivo «Todos los derechos reservados» del copyright. Ofrecía como opción «algunos derechos reservados», en la que cada creador podría escoger lo que le gustaría liberar, yendo de lo más restrictivo —que era igual al copyright ya existente— a lo menos, como el dominio público167. El proyecto comenzó con Lessig, Hal Abelson y Eric Aldred a la cabeza, con apoyo financiero del Center for the Public Domain, centro de investigación conectado a la Universidad de Harvard, donde Lessig trabajaba, teniendo como objetivo «expandir el reducido dominio público, fortalecer los valores sociales de compartir, de apertura y del avance del conocimiento y de la creatividad individual»168. Intentaba ser una alternativa pragmática al sistema de copyright vigente y se inspiraba abiertamente en el movimiento del software libre y en el copyleft, aunque tuviera características más amplias, con licencias que servirían para diversos tipos de obras culturales y no solo para un tipo (el software), como la GPL.

Como muchas de las propuestas que buscan ampliar el alcance de un determinado conocimiento, Creative Commons tuvo que simplificar algunos procedimientos, lo que llevó a muchos críticas sobre una despolitización de la iniciativa y de la propia idea de copyleft. En la construcción de sus conjuntos de licencias, por ejemplo, CC amplió las posibilidades de elección del copyleft original propuesto en la GPL sin establecer libertades, derechos ni cualidades fijas —o sin distinguir lo que sería una licencia libre de una licencia propietaria, ambas posibles dentro de las seis licencias a elección en el proyecto—. Así, Benjamin Mako Hill, Florian Kramer, Dimitry Kleiner, Anna Nimus, entre otros en la época, señalarían que CC no establecía una posición ética como el software libre, o incluso como el movimiento de código abierto169 —disidencia más flexible comercialmente en sus principios que el software libre, pero que también tendría, como este, ideas políticas definidas sobre lo que defenderían y lo que no—.

Según esa perspectiva crítica, Creative Commons daría demasiada libertad a la elección de los creadores (o consumidores), lo que serviría más para reservar los derechos a los usuarios que a los propietarios de derechos de autor170. En la crítica de Nimus: «El Creative Commons sirve para ayudar al creador a mantener el control sobre “su” obra, lo que legitima el control ejercido por el productor en vez de rechazarlo e impone la distinción entre productor y consumidor en vez de revocarla»171. Según esa impresión, que resuena en muchas de las prácticas antiarte y contrarias al derecho de autor de las vanguardias artísticas del siglo XX, el CC sería como una versión rebuscada del copyright, que «no contesta al régimen de copyright como un todo ni conserva su estatuto legal para dar marcha atrás en la práctica del copyright, como hace el copyleft»172.

No es una sorpresa ni un demérito el camino pragmático adoptado por Creative Commons. De influencia marcadamente liberal, de la tradición de John Locke, Condorcet y Thomas Jefferson, Lessig no quería abolir el copyright, sino reformarlo. Su propuesta, presentada por Creative Commons, defendía abiertamente la libertad de los creadores, que estaba siendo atacada por el constante aumento del plazo de extensión de los derechos de autor, lo que también amenazaba el mantenimiento de un dominio público común. Así, su posición fue la de «lograr más apoyo en torno a los objetivos que restablecen el paisaje social de la creatividad»173, lo que despojó la iniciativa, por lo menos en los primeros años, de todos los principios políticos y éticos contrarios al copyright que buena parte de los defensores del software libre, del copyleft y de una cultura libre de tradición anticopyright llevaban consigo.

En varias ocasiones, Stallman salió públicamente a hablar de que, con la difusión del CC en los años 2000, mucha gente empezó a preguntarse la diferencia entre copyleft y el Creative Commons. En los términos propuestos para el hack jurídico del copyleft, solo una de las licencias de CC estaría contemplada: la CC BY-SA —Compartición bajo la misma licencia174—, que permite la reutilización y la compartición de la obra, incluso para fines comerciales, siempre que preserve en el futuro las libertades obtenidas para otros usos, de modo que «contagie» a las otras obras y garantice que estas no se cierren con copyright. Otra licencia, la CC BY175, que da las mismas libertades que el dominio público, también es una licencia libre en las términos de la GPL y de las cuatro libertades del software libre, mientras que las otras cuatro principales licencias Creative Commons —que pueden no permitir la modificación de la obra y prohibir el uso para fines comerciales, por ejemplo— no serían libres.

Incluso a pesar de las críticas, la dimensión del CC, la practicidad de su conjunto de licencias y su intención de intentar defender, aunque de forma genérica, la compartición y el dominio público facilitaron su difusión por diversos países y más allá del mundo de la tecnología. Las disputas en torno al intercambio de archivos digitales en los años 2000 ayudaron también a popularizar el Creative Commons como una alternativa viable para el combate contra el discurso de la criminalización de la piratería de quien se bajaba archivos protegidos con copyright en la Red. «Cuando te saltas a los intermediarios, puede ser así de fácil» era una frase escuchada en un vídeo de divulgación del CC176 de la época que resaltaba la practicidad para los creadores que escogieran, de manera anticipada, qué derechos querían preservar (además del crédito como autor, establecido como estándar para todas las obras y reconocido en cualquier tipo de legislación de propiedad intelectual) y cuáles querían liberar. El derecho de adaptación o compartición libre de una canción, por ejemplo, facilitaría su difusión en diferentes versiones remezcladas —un caso ejemplar en ese aspecto es el del disco citado en ese mismo vídeo de presentación del CC, llamado «Redd Blood Cells», en el que el bajista Steven McDonald, del grupo Redd Kross, volvió a grabar con una versión con bajo todas las canciones del disco White Blood Cells, de White Stripes, grupo solo de guitarra, voz y batería.

A partir de 2003 y 2004, la difusión del CC hizo surgir grupos que tradujeron y adaptaron sus licencias a las realidades locales en países como Japón, Corea del Sur, Méjico, Croacia, Portugal, España, Alemania, Argentina, Uruguay, generalmente organizados desde instituciones de investigación y universidades o de grupos autónomos. En Brasil, los primeros años de la década coincidieron con el ascenso de Lula a la Presidencia del país, en 2002, y de Gilberto Gil como ministro de cultura, en 2003. Figura central de la música brasileña, Gil se reunió con Lessig junto al antropólogo Hermano Vianna y, según consta, «comprendió rápidamente el proyecto y apoyó la causa»177. En el análisis de Hermano Vianna, amigo y colaborador con el músico brasileño, «la cultura de compartir y principalmente la del sampling estarían tan ligadas al tropicalismo que la comprensión de la necesidad de pensar la cultura libre fue inmediata para Gil»178. ¿Cómo de recombinado no era ya el tropicalismo cuando Tropicália ou panis et circensis, álbum modelo del movimiento de 1968, combinaba a Vicente Celestino, John Cage, cultura popular y erudita pasando estratégicamente por la cultura pop y la fuertemente influenciada por la antropofagia propuesta por Oswald de Andrade179?

La adhesión del Ministerio de Cultura (MinC) liderado por Gil al Creative Commons se produjo a partir de acciones como el desarrollo de la licencia CC-GPL, en 2003, que tradujo el texto inicial de la GPL al portugués, y de la adopción de las licencias en los materiales producidos por el MinC. Marcó también un momento de compromiso del ministerio con el software libre, lo que dio como resultado proyectos como Pontos de Cultura, que, a partir del 2004, distribuyó kits de ordenadores con sistemas operativos libres para pequeños productores culturales por todo Brasil. Una extraña política pública que combinó tecnología libre y cultura popular, el [proyecto] Cultura Viva180, como se volvió conocido el proyecto, potenció la difusión del software y de la cultura libres en el país y convirtió a Brasil, en aquella época, en uno de los principales polos desarrolladores y consumidores de tecnologías y cultura libres del mundo. Gil, a su vez, se volvió cercano a Lessig y defensor público del CC; lo divulgó como herramienta democratizadora y socializadora —el único ministro de Cultura de un país en hacerlo, lo que también contribuyó a dar visibilidad mundial al proyecto181—.

Una posición conciliadora, propuesta por el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro, sintetiza el impacto de Creative Commons en Brasil y en el mundo desde un punto de vista tanto conceptual como pragmático.

Es una iniciativa, a mi parecer, muy meritoria. Ellos están intentando evitar que se encierre el mundo virtual, así como lo fue el mundo geográfico. Que este sea privatizado. Es un intento de mantener la información como un bien de dominio público. El punto más importante para Creative Commons es que la información no sigue el régimen de la suma cero, que esta puede avanzar hacia delante y no disminuir con ello. Eso no quiere decir que un autor deba ser plagiado; el objetivo es facilitar la circulación. […] La idea es que el copyright significa «all rights reserved» y el Creative Commons significa «some rights reserved». Y tú decides cuáles. Existen varias fórmulas, varios tipos de licencias abiertas. Se trata de intentar crear un modo de convivencia en el ámbito de la información que sea tolerable y que evite lo que está sucediendo, que es el control de la información por las grandes empresas. Ahora todo eso aún es, de cierta forma, un paliativo. El Creative Commons puede verse, como lo es efectivamente por los más, digamos, radicales, como una estrategia capitalista. El verdadero anarquista no quiere saber nada de Creative Commons ni de copyleft, es totalmente radical. En principio estoy con ellos, considero la propiedad privada una monstruosidad, sea esta intelectual o no, pero sé también que tampoco se avanza dándose contra una pared, tapando el sol con las manos. Pienso que tienes que transigir, tienes que hacer algún tipo de negociación.182

Para la propagación de la cultura libre en los años 2000 hubo, además del copyleft y de las licencias Creative Commons, otro factor importante: la publicación de Free Culture (Cultura libre), de Lawrence Lessig, en 2004. El libro rescata la historia de la propiedad intelectual a partir de casos emblemáticos, algunos de ellos ya comentados aquí —como las batallas en los tribunales ingleses del siglo XVII que originaron el copyright y el uso de historias de dominio público por Disney. Inspirada en el software libre, la obra defiende un concepto de cultura libre como aquella que debe restringirse lo mínimo posible, de manera que haga posible su compartición, distribución, copia y uso sin que eso afecte a la propiedad intelectual de los bienes culturales. Con esto ayuda a difundir una visión de la cultura que organiza un movimiento a favor de modificaciones en las leyes de derecho de autor actuales, las cuales, según Lessig y otros activistas, dificultan la creatividad y propagan una «cultura del permiso», en la que todo creador debe pedir permiso si quiere usar una determinada obra, sea cual sea la finalidad. Un movimiento por la cultura libre, como empieza a ser identificado en esa época, lucharía para mantener un dominio público robusto y accesible a todos, creando, además de las leyes, también tecnologías, estrategias y tácticas para mantener las creaciones libres, no necesariamente «gratis», parafraseando la conocida frase de Stallman usada en el contexto de la libertad del software libre: «Think free as in free speech, not free beer»183.

Cultura libre, el libro, también presenta propuestas prácticas de defensa del dominio público. Algunas de ellas han llegado a ser discutidas y todavía hoy son consideradas por reformistas, aunque se tenga la noción de que, para el interés de los conglomerados de protección de los derechos de autor en todo el mundo, estas aún son vistas como excesivamente radicales. La disminución del plazo de extensión del copyright, por ejemplo, es una propuesta que siempre ha existido y que Lessig retoma en el libro, con el objetivo de considerarla a partir de la idea de que ese plazo «debería ser tan largo como sea preciso para proporcionar incentivos a la hora de crear, pero no más»184. Lo que, además de favorecer el acceso y mantener las obras durante más tiempo en dominio público, evitaría también la necesidad de crear continuamente excepciones jurídicas que dificultan la comprensión, para el público general que no es abogado, de lo que está protegido y de lo que está abierto. Lessig afirma que, hasta 1976, el período medio de duración de un copyright en Estados Unidos era de 32,2 años, y que quizás ese período medio fuera adecuado.

Sin duda, los extremistas llamarán a estas ideas «radicales». (Después de todo, yo los llamo «extremistas»). Pero, de nuevo, el plazo que yo había recomendado es más largo que el plazo bajo Richard Nixon. ¿Cuán «radical» puede ser pedir una ley de copyright más generosa que la existente cuando Nixon era presidente?185

Otras ideas presentadas por Lessig en la publicación de 2004 sonarían como premoniciones para las décadas siguientes, como la relacionada con el intercambio de archivos en la red.

Cuando sea extremadamente fácil conectarse a servicios que den acceso a contenidos, será más fácil descargar y almacenar contenidos en los muchos dispositivos que tendrás a tu disposición para reproducir contenidos. Será más fácil, en otras palabras, suscribirse que convertirse en el administrador de una base de datos, que es precisamente lo que es cualquiera que opere en el mundo del intercambio de archivos por medio de tecnologías inspiradas en Napster. Los servicios de contenidos competirán con el intercambio de contenidos, incluso si estos servicios cobran por el contenido al que dan acceso.186

IV.

El Internet de los años 90 y 2000, período en el que la cultura libre se extendió, fue un momento de extrema libertad e imaginación, manifestada por el optimismo reinante en torno a las posibilidades que la Red ofrecía y por la libertad de compartir permitida en los diversos sitios web que ofrecían los archivos de bienes culturales más variados del planeta. Como una red basada en el intercambio de información, Internet desde sus inicios permitió y facilitó el libre intercambio de archivos. Cuando todavía era un sitio minoritario usado principalmente por científicos, militares y representantes de la contracultura, en los años 1980 y en los primeros años de la década de 1990, la libre circulación de información no llegó a incomodar de modo significativo a las industrias basadas en la propiedad intelectual —después de todo, en la época, solo era posible enviar archivos pequeños, bytes de información que circulaban entre pocas personas. Los formatos de codificación de un archivo de audio, por ejemplo, solo transformarían una canción en datos que pueden ser enviados por Internet libremente a partir de 1993, con la publicación del MP3187, uno de los primeros tipos de compresión audio con una pérdida de información casi imperceptible para el oído humano. Aún así, pasarían algunos años hasta que el formato se popularizara y la capacidad de transmisión de datos en Internet consiguiera enviar una canción sin sobrecargar la Red.

Con el inicio del Internet comercial en el mundo a partir de 1994 (en Brasil en 1995), miles de personas empezaron a poder subir y bajar archivos libremente, protegidos o no por copyright, mediante prácticas de par a par (peer to peer, también abreviado p2p), como el torrent, proceso descentralizado de compartición que facilita la descarga de forma que cada usuario pueda descargar partes de un archivo a partir de otras partes distribuidas en varios ordenadores —cuantos más dispositivos, más rápido el proceso—. La facilidad de circulación de información proporcionada por Internet aumentó exponencialmente con el aumento de la velocidad de las conexiones; las redes por línea conmutada de 56 kbps comunes en 1995188 en pocos años serían de 1 000 kbps con la popularización del servicio conocido como ADSL (Assymmetric Digital Subscriber Line, Línea de Abonado Digital Asimétrica189), responsable de la mayor parte del acceso a Internet de ordenadores personales ya a comienzos de los años 2000. Con más velocidad para bajar archivos mayores en la red, una práctica temida y combatida desde el principio del derecho de autor volvería a estar en el punto de mira: la piratería.

Para las industrias basadas en la propiedad intelectual, los problemas con la piratería comenzaron a importar con Napster, software creado en 1999 —año en que también el formato de distribución de música MP3 se estaba volviendo popular— por un joven jáquer llamado Shawn Fanning. Funcionaba de la siguiente forma: un usuario bajaba el programa, accedía a una interfaz de búsqueda, buscaba una canción y, si encontraba disponible un archivo con la canción (o disco) proporcionado por uno o más ordenadores también con el programa, lo seleccionaba para descarga y esperaba. Las redes de Internet domésticas en 1999 y en el 2000 eran lentas, con una velocidad equivalente a entre 1/10 y 1/300 de la velocidad de dos décadas más tarde; entonces, la espera para la descarga de una canción podría ser a veces de horas; la de un libro, de algunas decenas de minutos; y la de una película, de días o semanas. A cualquiera de las velocidades, la posibilidad de elección era gigantesca y el archivo llegaba gratis.

La idea de Fanning y la de su confundador Sean Parker (que después sería uno de los primeros accionistas de Facebook) fue crear un programa de interfaz gráfica amigable, fácilmente descargable en los ordenadores de la época, para que cualquier persona pudiera buscar sus canciones, en MP3, por nombre de artista, disco, canciones e incluso géneros enteros, y realizar la descarga de una copia a su máquina190. Era el hábito de compartir canciones, popularizado con las grabaciones en cintas de casete de los años 70 en adelante, llevado a escala global y facilitado por un formato que permitía al mismo tiempo compartir la música y mantenerla en los discos duros, CDs y disquetes de la época. Una canción en MP3 descargada por Napster traía también como novedad el hecho de ser un «bien no rival»191, lo que quiere decir que podría coexistir en diferentes copias y ser transportada a cualquier aparato que consiguiera leer (y, por tanto, tocar) las combinaciones de ceros y unos que comprimían una canción, por más compleja que fuese, en un pequeño archivo que proporcionaba cerca de 4 MB de información. En ese momento, no solo el ordenador personal reproducía el formato, sino también un conjunto de aparatos de sonidos digitales y dispositivos más pequeños, llamados genéricamente «reproductores de MP3», difundidos a partir del iPod, de Apple, lanzado en 2001. Por no hablar de los discos compactos a láser (CD-RW), que —como las cintas antes, pero con capacidad de almacenar cerca de 10 horas de cientos de canciones y no solo 60 minutos— se popularizaron como un medio barato de distribución física de archivos (capacidad: 700 MB) en esa época, después sustituidos por el Digital Video Disc (DVD), con un poco más de seis veces la capacidad del CD (4,7 GB), y los lápices USB, con todavía más espacio (de 5, 10, 15 GB en adelante).

La descarga de MP3s gratuita fue la primera gran posibilidad de quiebra, en Internet, del sistema basado en la venta de bienes culturales puesto en pie por la explotación de la propiedad intelectual en el siglo XIX. Sin remunerar a los autores por la descarga, ese sistema, siendo Napster el primer caso, fue rápidamente atacado: ya al final de 1999, la Record Industries Association of America (RIAA) abrió un proceso contra el software de Fanning y Parker, que en su primer año de funcionamiento tuvo que responder en los tribunales a la acusación de piratería y defenderse contra una reclamación de indemnización de cien mil dólares por música descargada. Incluso con todo el apoyo obtenido en la época, Napster perdió el proceso y, el año siguiente, tuvo que descontinuar la compartición de obras registradas con copyright, lo que no significaba que necesitara cerrar sus servicios por completo. Pero no encontró una solución que hiciera un filtro entre las obras con y sin copyright —lo que sería muy difícil sin interferir en la autonomía y en los datos de cada una de las personas que publicaban contenido en el software— y, en julio de 2001, terminó su actividad, para al año siguiente reabrir como un servicio de descargas de música por suscripción y así permanecer hasta hoy192.

La repercusión que el caso tuvo entre artistas193 y ciberactivistas; los más de cien mil usuarios activos que Napster tenía registrados en 1999, en su mayoría jóvenes de todo el mundo que daban sus primeros pasos en Internet; la portada de la revista Time de octubre del 2000 con la frase «What’s Next for Napster?» («¿qué es lo siguiente para Naspter?») y una foto del joven (19 años) Fanning con gorra y unos cascos enormes: todos indicios de que el proceso no acabaría ahí. Programas que funcionaban de forma similar, basados en el intercambio p2p, se extendieron por la red, fue el caso de Gnutella, Grokster, Kazaa, FreeNet, Morpheus, Soulseek, entre otros, que llevaron adelante los mismos procedimientos de libre intercambio de archivos, mientras la RIAA siguió e intensificó los impopulares procesos contra usuarios que compartían archivos con esos programas194.

En los años siguientes, la reducción del tamaño de los dispositivos digitales, y consecuentemente su abaratamiento, dio aún más espacio de almacenamiento de archivos a CD-ROMs, DVDs, discos duros y lápices USB. La popularización de nuevas tecnologías de transmisión de datos, como el ya citado ADSL (que popularizó el concepto de banda ancha195), con la televisión por cable, ondas de radio y satélites, y después los sistemas 2, 3 y 4G también para los móviles inteligentes, triplicarían la velocidad y reducirían el tiempo de descarga y subida de contenidos, mientras el acceso a la red se volvía más barato y sencillo en todo el planeta —sobretodo en el norte global—. En ese escenario, la batalla por el libre intercambio de archivos se convirtió en una discusión ineludible. La cultura libre se extendía como un símbolo de la libertad de acceso y circulación de información y encontraba espacio para fortalecerse en los servicios de intercambio de archivos y entre personas que descargaban contenido (con o sin copyright, muchos no sabían o no veían diferencia) libremente y querían preservar esa práctica. En aquella época, Lessig dijo que «mientras que en el mundo analógico la vida prescinde del copyright, en el mundo digital la vida está sujeta a la ley de copyright»196, una frase que demuestra un cierto espíritu en esos años de que la principal cuestión política y legal en la red giró en torno a la descarga: su legalidad o no, su impacto en la construcción del conocimiento, en el acceso a la información, en la cadena de producción de las artes, en la sustentabilidad de proyectos culturales, en la necesidad de una reforma de las leyes de derecho de autor para que estas dejaran de criminalizar una práctica habitual de millones de personas.

Los grandes intermediarios ya citados, representados por organizaciones que tenían dinero suficiente para contratar a varios abogados y llegar hasta el final en cualquier proceso judicial, hicieron surgir en la Justicia algunas figuras de la libre compartición en la red, como es el caso del sitio web de torrents The Pirate Bay (TPB). Presionados por empresas relacionadas con la Motion Pictures Association (MPAA), promotores suecos, país de origen de The Pirate Bay, presentaron acusaciones el 31 de enero de 2008 contra Fredrik Neij, Gottfrid Svartholm y Peter Sunde, que administraban el sitio web, y Carl Lundström, empresario sueco que había financiado desde el principio a TPB, por ayudar a publicar contenidos con derechos de autor. Fueron condenados el 17 de abril de 2009 a una pena de prisión de un año y al pago de 2,7 millones de euros a las empresas representadas por la MPAA, como 20th Century Fox, Columbia Pictures, Warner Bros, EMI, entre otras. El caso fue apelado en 2010, lo que redujo la pena de prisión de todos los acusados (4 a 10 meses). Después de algunos años fugitivos, cumplieron sus penas y desde 2015 están libres. El sitio web, agregaba enlaces, pero no alojaba los contenidos protegidos por derechos de autor reclamados, se mantiene en funcionamiento mediante varios espejos197.

En la década del 2000, las organizaciones relacionadas con la industria de los intermediarios volvieron también comunes las campañas antipiratería en las que insistían en la comparación de un archivo, copiable o no rival, con un bien físico rival como un CD o DVD; que una película descargada era un DVD vendido menos y, con ello, se ayudaba a «matar» a los artistas de hambre198; que la piratería «acababa con la emoción», pues el archivo descargado no tenía la misma calidad del visto en DVD o en el cine199; que, «cuando descargas archivos MP3, también estás descargando el comunismo», en una imagen hoy histórica en la que un Lenin vestido con uniforme militar y cabeza de diablo aparece al lado de un joven blanco con auriculares frente a un ordenador. Hubo otros lemas parecidos en campañas, pero ninguna llegó a acabar con el intercambio de archivos; un sitio web cerrado era como cortar una cabeza de la Hidra de Lerna, otra crecía en su lugar. Pero, aún así, sirvieron para provocar la destrucción de un gran número de copias, el cierre de sitios web, denuncias a personas y, sobre todo, para mostrar a la industria de los intermediarios culturales —principalmente estudios y distribuidoras de cine y vídeo para la televisión, discográficas y distribuidoras de música y editoriales de libros— que no sería de esa forma como acabarían con el intercambio de archivos.

En los años 2000 también se difundió la idea de liberar bienes culturales y educativos ya existentes para su uso, compartición y reapropiación. En la educación, a partir de 2002, la ya citada comunidad internacional REA surgió con el objetivo de promover el acceso, uso, y reutilización de bienes educativos. En los museos, bibliotecas e instituciones de memoria, hubo un movimiento parecido al de adopción de las licencias de Creative Commons, en particular, como lema para hacer las colecciones de esas instituciones más accesibles, conectadas y disponibles para que los usuarios pudieran contribuir, participar y compartirlas200, en el movimiento llamado Open GLAM (Gallery, Library, Archive, Museum). Arraigadas en los principios éticos del software libre y los recombinantes de la cultura libre, ambas iniciativas se hicieron espacio en varias instituciones y gobiernos de diferentes lugares del planeta y de las más variadas ideologías. Fueron, en 2020, después de mucha organización, derrotas y aprendizajes por el camino, los ámbitos donde más obras libres se encontraban legalmente.

V.

El movimiento del intercambio libre de archivos en la red criminalizado como piratería solo disminuiría en fuerza en la década siguiente, con la entrada de dos grandes actores que, juntos, transformarían Internet en algo bastante diferente del de los primeros años. El primero fueron los servicios de streaming que, poco comunes en los años 2000, se convirtieron en un gasto básico mensual, como agua y luz, para millones de familias de clase media en varios lugares del mundo a partir de los años 2010; y que contó con, es importante destacar, el considerable aumento de la velocidad en la red en ese período, con fibras ópticas que permiten una velocidad por lo menos cien veces mayor que al inicio de los años 2000.

La misma industria que promovía campañas antipiratería supo escuchar una demanda reclamada por algunos de quienes usaban los torrents para tener acceso a diversas producciones culturales mundiales: hazlo mejor y pago201. Crearon (o se aliaron para crear) plataformas con mucha música, películas y series disponibles de forma sencilla, barata, en una interfaz amigable, ya subtituladas en muchos idiomas (es el caso de las películas y las series), con cada vez algoritmos más potentes que aprendían los gustos de la gente y mostraban otros productos que el suscriptor podría querer de forma cada vez más precisa. Funcionaba, además, en los ya diversos dispositivos (móviles inteligentes, tabletas) que empezarían a hacerse cada vez más pequeños, potentes y populares, y con ello consiguieron tanto ganarse a aquellos que consideraban difícil bajarse una película (o una canción) como legalizar el consumo cultural en línea, ya que todo lo que está en Netflix, Spotify, Amazon Prime y Deezer, algunos de los más populares de esos servicios en 2020, se publica cumpliendo la ley202. No acabaron con la descarga de par a par, con torrent, pero volvieron esa opción más trabajosa, restringida a grupos menores —a comienzo de la década de 2020, todavía un número considerable (y difícil de medir) de personas, pero considerablemente menor que en las décadas anteriores—.

El segundo actor que entró en escena y disminuyó el movimiento del intercambio libre en Internet fueron las redes sociales, primero Orkut (año de lanzamiento: 2004), después MySpace (entre 2005 y 2008, la red social más popular del planeta) y finalmente, y a mucho mayor escala, Facebook (100 millones de usuarios en 2008, 2 500 millones en 2020). Navegar en Internet era una frase común en los años 1990 y 2000 para designar el hábito cotidiano de entrar en un sitio web y, de este, ir a otro, hasta perderse, horas después, en una página a la que no se sabía bien cómo se había llegado. Flanêur digital era otra expresión utilizada para identificar a ese caminante sin rumbo por la red, que se perdía en las esquinas de los blogs como un peatón por las calles de las grandes ciudades. Facebook, en particular, cambió ese movimiento; trajo la ciudad entera para que el caminante andara sin salir del lugar. Una ciudad construida por una única empresa privada que, con cada movimiento hecho por sus habitantes, producía un dato, el cual, recombinado con otros miles, se volvía muy rentable para que la empresa lo comercializara —el «petróleo del siglo XXI, en la expresión que se volvió un cliché en boca de gobernantes y futurólogos junto a otra también generalizada a partir de los años 2010: big data—.

Hablar con personas, escribir, publicar, hacer fotos, ver vídeos y trabajar, actividades que antes se hacían en lugares diferentes de Internet, empezaron a poder realizarse en un único lugar, en Facebook —que después, con planes cada vez más ambiciosos de crear un Internet paralelo en sus dominios, se transformó en dos, con la compra de Instagram (en 2012, por mil millones de dólares), y en tres, con WhatsApp (en 2014, por 16 000 millones de dólares203). Junto a las otras de las llamadas big techs (Google, Amazon, Apple y Microsoft), la empresa creada por Mark Zuckerberg cambió la manera en que las personas produjeran y consumieran información. Pasó a decir dónde, cómo y con qué forma la información empezaría a circular por la red —y ya no eran los sitios web, torrents y blogs creados para el libre intercambio de archivos, sino un único espacio cerrado, vigilado y monopolizado, una herramienta de modulación de opiniones y comportamientos según los caminos ofrecidos por los cada vez más complejos (y secretos) algoritmos204—.

Fue el fin del corto verano del Internet libre205 y el comienzo de una cierta resaca de Internet206, en que críticas a ciertos comportamientos ingenuos adoptados en las dos primeras décadas de Internet empezaron a hacerse frecuentes —entre estas a la cultura libre y, particularmente, al copyleft—. El sociólogo español César Rendueles, en un libro que es todo un análisis de la creencia ciberfetichista de que Internet resolvería todos nuestros problemas sociales, económicos y políticos (Sociofobia, 2016), rescata un aspecto importante en esa crítica posresaca: la libre circulación de información y el intercambio de archivos puede verse también como una desregulación completa, cercana a la que ocurre en el libre mercado —que estaba en el origen de la creación del copyright y de la propuesta inicial de Lessig de la cultura libre. Guarda una relación, por tanto, con la universalización del mercado capitalista desarrollado a partir del siglo XIX, y difunde el «dogma de que la coordinación social surge espontáneamente de la interacción individual egoísta, sin necesidad ninguna de mediación institucional»207.

La creencia ciberfetichista criticada por Rendueles fue muy popular en los primeros años de Internet y moldeó una forma de pensar hasta hoy dominante en las noticias de tecnologías y en el discurso de las startups digitales. Un texto conocido de esa época la muestra de manera nítida: la «Declaración de Independencia del ciberespacio»208, publicada el 8 de febrero de 1996, escrito por John Perry Barlow —uno de los creadores de la EFF e impulsor de Creative Commons— en respuesta a un hecho que regularía las telecomunicaciones en Estados Unidos y por primera vez incluía a Internet209. «Gobiernos del Mundo Industrial, vosotros, cansados gigantes de carne y acero, vengo del Ciberespacio, el nuevo hogar de la Mente. En nombre del futuro, os pido en el pasado que nos dejéis en paz. No sois bienvenidos entre nosotros. No ejercéis ninguna soberanía sobre el lugar donde nos reunimos»210.

Sus primeras palabras ya acercan, como en un manifiesto, una visión utópica e idealizada de que Internet sería algo externo a la sociedad, expresada de forma más evidente en otro fragmento del texto: «Estamos creando nuestro propio Contrato Social. Esta autoridad se creará según las condiciones de nuestro mundo, no del vuestro. Nuestro mundo es diferente. […] Vuestros conceptos legales sobre propiedad, expresión, identidad, movimiento y contexto no se aplican a nosotros. Se basan en la materia. Aquí no hay materia»211.

Barlow, también poeta y cantante de uno de los grupos más conocidos de la contracultura jipi de la Costa Oeste de los Estados Unidos, Grateful Dead, supo interpretar la novedad que Internet representó en la historia de la humanidad y se alegró con la promesa de que esa libertad transformaría para mejor toda la sociedad.

Estamos creando un mundo en el que todos pueden entrar, sin privilegios o prejuicios debidos a la raza, el poder económico, la fuerza militar o el lugar de nacimiento. Estamos creando un mundo donde cualquiera, en cualquier sitio, puede expresar sus creencias, sin importar lo singulares que sean, sin miedo a ser coaccionado al silencio o al conformismo.

[…]

Nuestras identidades no tienen cuerpo, así que, a diferencia de vosotros, no podemos obtener orden por coacción física.

Creemos que nuestra autoridad emanará de la moral, de un progresista interés propio, y del bien común. Nuestras identidades pueden distribuirse a través de muchas jurisdicciones.212

Otro texto de esa época, escrito por una revista digital inglesa llamada Mute Magazine213 en 1994, se volvería conocido al analizar esa idea tecnoutópica: La ideología californiana, de Richard Barbrook y Andy Cameron. La ideología en cuestión sería una mezcla de las actitudes bohemias y antiautoritarias de la contracultura jipi de la Costa Oeste de los Estados Unidos con el utopismo tecnológico (otro nombre para el ciberfetichismo) y el (neo)liberalismo económico. Una mezcla de ideas un tanto inusual —«¿quién pensaría que una mezcla tan contradictoria de determinismo tecnológico e individualismo libertario se convertiría en la híbrida ortodoxia de la era de la información?»214— caracteriza a las big techs de los años 1990 en adelante y alimenta la creencia de que todos pueden ser «hip and rich». Para ello bastaría creer en tu propio trabajo y tener fe en que las nuevas tecnologías informáticas van a emancipar al ser humano al ampliar la libertad de cada uno y reducir el poder el Estado burocrático215.

Las palabras de Barbrook y Cameron en 1995 son, casi dos décadas después, precisas y premonitorias:

Por un lado, estos artesanos de tecnología punta no solo suelen estar bien pagados, sino que también tienen una considerable autonomía para determinar su ritmo y su lugar de trabajo. En consecuencia, la división cultural entre el jipi y el «hombre de organización» se ha vuelto bastante borrosa. Pero, por otro lado, estos trabajadores están vinculados por los términos de sus contratos y no tienen garantía alguna de un trabajo continuado. Al carecer del tiempo libre de los jipis, el trabajo se ha convertido en la principal vía para la autorrealización para buena parte de la «clase virtual».216

La ideología californiana refleja tanto las disciplinas de la economía de mercado como las libertades del «artesano jipi», un híbrido unido por la fe, a veces ciega, de que la tecnología digital resolverá los problemas y creará una sociedad igualitaria y sin privilegios o prejuicios donde, como muy bien representa «Declaración de independencia del ciberespacio», de Barlow, todos puedan expresar sus opiniones sin importar cómo o cuán singulares y diferentes sean estas.

Con el avance del streaming y de las redes sociales se vería más claramente que una sociedad donde las tecnologías de la información conectadas en red lo solucionan todo no es necesariamente mejor, y puede ser mucho peor. Un sistema algorítmico fuerte al que, como un deus ex machina, se recurra para resolver todo al final defiende la creencia también conocida como solucionismo tecnológico —la idea de que basta un programa, un algoritmo, más tecnología, para resolver y arreglar todos los problemas del mundo—. Es la búsqueda de una salida mágica, rápida y supuestamente indolora que descarta las alternativas institucionales o construidas por la organización de la sociedad civil, más lentas y complejas, y puede ser comprada terminada, ofrecida por empresas creadas o de alguna forma relacionadas con los servicios proporcionados por las big techs. Una vía que, durante la pandemia del nuevo coronavirus en 2020, pasó por una especie de túnel de aceleración ultraveloz, con la proliferación de aplicaciones que evaluaban, por ejemplo, los desplazamientos de las personas en cuarentena, o rastreaban y determinaban quién podría o no salir de casa a partir de un conjunto de datos obtenidos y procesados por algoritmos privados217. Los mismos datos usados para algo considerado positivo porque atañe a la salud de toda la sociedad —el control del movimiento de personas que podrían transmitir un virus— pueden también ser usados para una intrusión todavía mayor de la publicidad de productos personalizados. Lo que genera aún una mayor clasificación —y consecuente exclusión— de las personas según sus hábitos de consumo en Internet e impulsa la vigilancia de todos los hábitos de una persona en la red.

Además de poner aún más en riesgo la privacidad de los usuarios, las soluciones tecnológicas terminadas, producidas por empresas privadas y compradas como salvadoras por gobiernos, no tocan lo que se constituyó como la institución central de la vida moderna: el mercado218. La crítica de Rendueles al copyleft se basa también en el hecho de que el problema principal a resolver con este es la ruptura de las barreras a la libre circulación de información y al acceso a bienes culturales, sin, no obstante, y en la mayoría de los casos, tocar las condiciones sociales de ese mercado. La manera en que la ya citada energía viva de las personas pasa a ser explotada por empresas que no las tratan más como trabajadores, sino como colaboradores, cambiando derechos laborales históricamente conquistados por una supuesta libertad de escoger sus horarios de trabajo, tendió a ser, durante buena parte de la existencia del copyleft hasta entonces, un problema secundario. La fuente de los problemas escogida no sería el mercado de la información ni el mercado de trabajo, sino las barreras a la circulación y al uso de la información219. Otro aspecto de la crítica al copyleft es que más acceso a información o más obras descargadas no necesariamente significa conciencia crítica. La desinformación y el crecimiento de un mercado de noticias falsas (fake news) fue, tanto como la proliferación del mediactivismo220, uno de los resultados de la «liberación del polo emisor de información» para que cualquiera —con acceso a Internet— pudiese hablar en un blog, en sitio web o en perfil en redes sociales. Una consecuencia que tiene como resultado que el mercado (de software y productos tecnológicos en particular) se mantenga intocable, sin regulación estatal o auditoría externa, lo que en los últimos años ha traído consecuencias como la proliferación de las noticias falsas o el uso de estas para la manipulación de multitud de personas para fines político-electorales, caso de las elecciones tanto de Donald Trump en Estados Unidos en 2016 como de Jair Bolsonaro en Brasil en 2018.

La ruptura de todas las barreras de acceso a la palabra en la red alimentó —y fue alimentada— por lo que el científico y escritor Jaron Lanier llama Bummer (Behaviors of User Modified Made into an Empire for Rent221), una máquina estadística (presente en las redes sociales y en los algoritmos de plataformas de streaming, por ejemplo) que vive en las nubes informáticas y, con el pretexto de organizar la información del mundo, ha modificado el comportamiento de miles de personas. La Bummer, dice Lanier, trata de «optimizar la vida», y al hacer eso iguala cualquier tipo de información: lo que importa es la circulación de datos, sean los que sean. Es en ese contexto en el que la proliferación de noticias falsas se consagra al adquirir mayor valor de cambio que las verídicas, siendo más baratas de producir y potencialmente más fáciles de difundir, dirigidas de acuerdo con los intereses de grupos específicos para reforzar sus perspectivas previas sobre la realidad222. En este escenario, «más cercano a una pesadilla reaccionaria que a un comunitarismo», como dice Rendueles223, no es casualidad que se hayan discutido nuevamente las formas de regulación estatal de las big techs, especialmente en la Unión Europea y los Estados Unidos, a partir de leyes de protección de datos personales, de propuestas de moderación de la difusión de noticias falsas en las redes sociales y de impuestos a los beneficios de las big techs224. Es curioso observar que estas propuestas de regulación ya estaban, entre otros lugares, en varios fragmentos del ya citado ensayo de Barbrook y Cameron, de 1995, que apunta a un futuro digital como una mezcla de «intervención estatal, emprendimiento capitalista y cultura hazlo tú mismo»225.

VI.

La elección del movimiento de la cultura libre de tratar la barrera al acceso de información y al conocimiento como su principal cuestión tiene varias justificaciones, algunas ya presentadas aquí, buena parte de ellas relacionada con la cuestión del campo de origen de su término, la producción de software. Para Rendueles, y también Dimitry Kleiner en The Telekommunist Manifesto (2010), el copyleft fallaría al no comprender las diferencias implícitas entre el software y la cultura libre. En el primero, las condiciones sociales de remuneración de los programadores de software, por ejemplo, no suelen ser dependientes de la venta por unidad de producto (programa), sino por servicio mantenido, desarrollo, personalización y mantenimiento, entre otras formas aún más complejas que implican la venta ligada a otros productos. Es una práctica en el ámbito del desarrollo de software liberar un código y vender servicios relacionados con este también porque ese procedimiento, además de ser parte del modo colaborativo y fragmentado en que el software se produce desde el principio226, no impide la remuneración de sus desarrolladores. No solo es posible liberar un código y vender servicios relacionados con él en paralelo, sino que también existe un mercado de tecnologías abiertas, inspirado en la idea del movimiento del código abierto, en el que uno de los principales partícipes es Microsoft, histórico opositor al software libre227.

En este aspecto, la situación de la cultura es un poco diferente. Los trabajadores del sector, como los músicos, en su mayoría autónomos no asalariados (al contrario que los programadores de software), tienen como principal fuente de ingresos la ejecución individual en directo de sus obras (shows) y un porcentaje por obra comercializada228. La liberación de una canción y la venta de servicios relacionados con esta, como en el caso del software, sigue siendo posible —y práctica de muchos artistas, sea por principios éticos o, principalmente, como forma de «cebo» para la venta de shows—. Pero, no siendo asalariados como los desarrolladores de software, es más difícil que exista un servicio agregado que ofrecer que compense su coste. Para Rendueles y Kleiner, liberar gratuitamente la información usada para la producción de un programa —el código— no altera la remuneración (en la mayoría de los casos, ya garantizada) de sus productores, mientras que publicar de forma completa y gratuita una información musical —una canción o un disco— modificaría las ganancias de un músico autónomo. Ese argumento, dice Rendueles, fue uno de los que habría limitado el alcance de las licencias libres basadas en el copyleft para el ámbito cultural.

Hay también en esa posición una excepción importante: licenciar una obra cultural para modificación y también para uso comercial, como el copyleft propone en primer lugar para el software, puede volverse, en la práctica, poco razonable para músicos y otros artistas independientes. Por más creatividad que haya en la escritura de líneas de código, este es un conjunto de instrucciones que serán ejecutadas por una máquina, un tipo de producto intelectual que tiene una función específica que depende de otro objeto para tener lugar. No cabe duda de que una obra de arte como una canción o una película tiene como objetivo una apreciación estética o de entretenimiento que no suele ser solo funcional. Un programa y una obra cultural son objetos de naturalezas diferentes, producidos de manera y para fines distintos, lo que significaría que tampoco sus productores deberían ser tratados de la misma forma.

El mismo Stallman comenta la cuestión: «para las novelas, y en general para las obras que se utilizan como entretenimiento, la redistribución textual no comercial podría ser una libertad suficiente para los lectores»229. El impulsor del copyleft argumenta que ese tipo de obra, así como los trabajos que informan de la opinión de una persona (memorias, artículos de opinión y científicos), deberían tener posibilitadas limitadas de uso, pues son diferentes de las obras que él categoriza como «funcionales», en las que se incluyen las recetas, las obras educativas y los programas. Él entonces defiende que, en los casos de obras estéticas y que informan de la opinión de alguien, tener la libertad de hacer copias ya sería suficiente para que cualquier persona pudiera compartir cómo y dónde quisiera, prohibiendo el uso comercial y ciertas posibilidades de modificación de la obra que pudieran alterar o falsear la visión propuesta por su autor. Esta perspectiva de Stallman presenta el copyleft como una idea que no quiere destruir el copyright, sino reformarlo, incluso con algunos puntos que retoman su inicio en el siglo XVIII —es el caso de la propuesta, defendida por el creador del software libre en el mismo texto, de modificación a diez años del período de duración del copyright230—. En ese sentido, los autores tendrían, en teoría, formas de garantizar que sus ideas no serían falseadas y que sus ganancias no se verían tan afectadas.

Otro modo, más práctico, de equilibrar la ecuación remuneración de los autores vs. respeto a las formas «originales» de las ideas vs. acceso público a los bienes creativos de la humanidad es la visión que Kleiner231 presenta con el concepto de licencias copyfarleft232, que tienen una regla de uso en la producción colectiva y otra de uso para quien emplee trabajo asalariado en su producción. A los trabajadores y trabajadoras, por ejemplo, se les permitiría el uso, incluso comercial, de la obra cultural, pero no a aquellos que exploten el trabajo asalariado, que serían obligados a negociar el acceso233. De acuerdo con su propuesta, «sería posible preservar un inventario común de bienes culturales disponible para productores independientes de las grandes industrias intermediarias ya citadas, pero al mismo tiempo impedir su explotación por agentes privados»234.

Inventario común de bienes culturales. Dominio público. Aquí llegamos a un ámbito de discusión mayor en que, desde mediados de los años 2000, la cultura libre ha desembocado como un afluente caudaloso: el procomún (commons, en inglés235). Concepto amplio, de larga tradición histórica que remite a los griegos236, el procomún, historicamente, ha definido tanto un conjunto de recursos (bosques, agua, aire, campos) y de cosas (una herramienta, una máquina) como un producto social y una práctica. En O comum entre nós, Rodrigo Savazoni usa las palabras de Massimo de Angelis, «there is no commons without commoning»237, y las del investigador brasileño Miguel Said Vieira para designar el procomún como un «sustantivo» (el conjunto de bienes compartidos) y un «verbo» (la acción de compartir; el commoning, el «convertir en común»)238.

Son muchos los investigadores y las investigadoras que trabajan con la idea de procomún. Comenzando con «La tragedia de los comunes», publicado en 1968 por el ecologista Garret Hardin, que, al analizar el uso común de un pasto abierto por diferentes rebaños, argumentaba que una gestión común de ese y otros bienes comunes libres llevarían a su destrucción —la solución sería la privatización o la nacionalización—. Algunas décadas más tarde, Elinor Ostrom hace frente a esa idea y, con estudios sistemáticos de los modelos de gestión autónoma de bienes comunes como alternativa a la gestión privada o exclusivamente estatal de los bienes naturales, gana el Premio Nobel de Economía en 2009239. También a partir de los años 90 y 2000, el procomún se vuelve a acercar a la lucha política del final del siglo XIX, en especial en la izquierda de origen autonomista y a partir de obras (como Multitud, de 2004) de Michael Hardt y Antonio Negri, que desarrollan un concepto de procomún «como producto de la práctica biopolítica de la multitud, que se constituye como una red “abierta y en expansión”, múltiple y deforme, amplia y plural, que actúa para que podamos “trabajar y vivir en común”»240. Está también la obra de Silvia Federici, que, sobre todo en Calibán y la bruja (2004) y Revolución en punto cero (2013), evoca la importancia del trabajo femenino para preservar el procomún: «Las mujeres supusieron la primera línea de defensa contra los cercamientos tanto en Inglaterra como en el «Nuevo Mundo», y fueron las defensoras más aguerridas de las culturas comunales que la colonización europea amenazaba con destruir»241.

El procomún empieza a relacionarse con más frecuencia con bienes como software, conocimiento y con los archivos de bienes culturales en la red, así como con los modos autónomos de gestión de esos bienes por las comunidades, a mediados de la década del 2000, con la difusión de las tecnologías digitales y de Internet. Al transformar el software en un conocimiento de uso, producción y gestión común, el copyleft convirtió el software libre en un commons intelectual, dice Benkler en The Wealth of Networks (2006), uno de los primeros en dar una introducción al procomún de las tecnologías digitales en la red. Los commons intelectuales estarían basados en la información digital puesta en circulación en Internet, bienes no rivales que, al ser consumidos o usados por una persona, no se vuelven inaccesibles para el consumo o uso de otras242. Debido a esa característica, formarían una nueva modalidad de producción del conocimiento colaborativa basada en bienes comunes (commons-based peer production, CBPP), que, en opinión del autor, generaría una nueva economía más democrática y distributiva que la del período industrial.

La formulación de Benkler fue usada en los años siguientes por algunos «economistas de lo común», entre ellos Michel Bauwens, creador de la P2P Foundation, quien «indica que la economía de los pares da origen a un tercer modo de producción, de gobernanza y de propiedad, que sigue el dicho “de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”»243. La cultura libre, en ese sentido, sería la representante de los bienes culturales de ese tercer modo de producción (los otros dos serían, grosso modo, el capitalismo y el socialismo), que «reorganizaría el sistema productivo en torno al cuidado y la solidaridad, al intercambio equitativo entre pares y basado en la actuación de ciudadanos emprendedores cuyo objetivo final no es maximizar el beneficio, sino la mejora de las condiciones sociales de todas y todos»244.

CAPÍTULO 6

CULTURA COLECTIVA

Barco con símbolo de red

Yo soy porque nosotros somos.

Ubuntu


El Maestro dijo: «Yo transmito, pero no innovo; soy verdadero en lo que digo y estoy dedicado a la Antigüedad».

Confucio, las Analectas, aprox. s. IV-II a. C.


La visión amerindia trata, por ejemplo, los objetos como registros menos pasivos de las capacidades de un sujeto que las cosificaciones personificadas de esas relaciones. De manera que la creación se da distribuida en la relación entre los múltiples objetos y personas, sin esta separación entre sujeto y objeto, intelecto y materia, que estamos acostumbrados a hacer en Occidente. La subjetividad también existe en los objetos y forma un paisaje animado compuesto de diferentes tipos de niveles de acciones humanas.

Marcela Stockler Coelho de Souza, The Forgotten Pattern and the Stolen Design: Contract, Exchange and Creativity among the Kĩsêdjê, 2016


Como feministas nos tenemos que oponer al carácter patriarcal del derecho de autor, generar un paradigma que valore la creación como práctica social y comunitaria y, sobre todo, intentar cambiar las leyes que hoy criminalizan o prohíben prácticas fundamentales para la libertad de expresión, para el intercambio, la distribución y la reapropiación de la cultura. Tenemos que callar a las musas que inspiran a los genios, para que puedan finalmente hablar las mujeres.

Evelin Heidel (Scann), Que se callen las musas, 2017

I.

El hecho de que nosotros, occidentales, tengamos claro que la organización de ideas en un objeto determinado que circula para otras personas nos convierte en autores —por tanto, supuestamente legítimos propietarios de derechos de autor sobre nuestra creación— es fruto de un recorrido filosófico y de una forma de ver el mundo que ha sido brevemente presentada hasta aquí en este libro. Pero esa forma de ver el mundo y las cosas no es la única presente en este planeta conocido como Tierra, sino solo una perspectiva, destacada genéricamente aquí como occidental. Aunque esa sea la perspectiva dominante, reguladora de la vida en las sociedades capitalistas, cabe recordar que existen otras, presentes en muchos lugares y comunidades tradicionales, que entran en conflicto con ciertas ideas y modos de actuar arraigados en la sociedad capitalista, en la cual se creó la propiedad intelectual. Cuidado, solidaridad, colaboración y colectividad, por ejemplo, son valores todavía importantes y dominantes en muchas comunidades y culturas milenarias que han mantenido algunas de sus costumbres basadas en la suficiencia, y no en la acumulación, y en el cultivo de una sabiduría colaborativa y colectiva al margen de la búsqueda individualista y propietaria de la cultura predominante en Occidente.

¿Cómo hablar de original y copia, por ejemplo, si una cultura de dos milenios de Extremo Oriente incentiva la reproducción y considera más importante que el origen de una idea su contenido y su continuidad, incluso si es modificada y reinventada en cada contexto? ¿O cómo decir que hay un único humano dueño de ideas cuando para muchos pueblos originarios, entre ellos algunos amerindios, no existe separación entre sujeto y objeto como conocemos en Occidente, y la subjetividad creadora, a quien se debería atribuir la «autoría» o la «posesión» de los bienes, se distribuye en una vasta red que incluye a personas y objetos, naturaleza y sociedad de modo prácticamente simétrico?

En África, por ejemplo, hace algunos siglos, una filosofía humanista precolonial conocida como Ubuntu245 dice: «yo soy porque nosotros somos». Término de origen nguni banto, influyente en la lucha contra el apartheid en Sudáfrica y conocido desde ahí hasta el África Subsahariana, el Ubuntu se caracteriza por la humanidad con sus semejantes a través de la veneración a sus ancestros, de forma fraternal y con compasión, incluyendo aquí considerar semejantes todas las formas de vida —un biocentrismo que también se opone al antropocentrismo característico de la sociedad occidental246, en la que se crean la propiedad intelectual y el derecho de autor—. «La episteme y la filosofía negra del Ubuntu tienen un sentido de conocimiento distinto al de Occidente, un conocimiento integrador de la razón y de la emoción, de forma que el sujeto no solo ve el objeto, sino que también lo siente; por tanto, “sujeto y objeto se afectan mutuamente en el acto del conocimiento”»247.

Una cosmovisión que tiene valores como respeto, cortesía, compartir, comunidad, generosidad, confianza y altruismo248, en la que el nosotros prevalece y el yo está incluso en el nosotros, tiene dificultades para encajar en un sistema filosófico y jurídico como el de Occidente. ¿Cómo hacer que un producto sea único y que pertenezca a una persona si este es fruto de un esfuerzo colectivo ancestral y tiene por fin la transmisión de una idea (o un objeto) creado por muchas manos? Comunidades que tienen un modo y una práctica de conocer el mundo guiadas por lo colectivo y por lo comunitario siguen, aunque con dificultades y muchos choques, preservando sus bienes culturales y sus tradiciones desde hace mucho tiempo, en el que pese al enfrentamiento a la visión occidental exclusivista que ve productos ancestrales solo como bienes que pueden circular en un mercado. Más que mantenernos presos en un pasado idealizado, examinar un poco más algunas de esas perspectivas puede mostrarnos caminos alternativos para el presente y permitirnos entender un poco más cómo la cultura a lo largo de la historia se hizo y se hace libre.

II.

Shanzai es un neologismo chino creado en los años 2000 para designar lo que es falso, fake. Abarca desde literatura hasta premios Nobel, diputados, parques de atracciones, tenis, canciones, películas, historias de lo más diversas. En principio, el término se refería a los teléfonos (smartphones) o a la falsificación de productos de marcas como Nokia o Samsung que se comercializan con el nombre de Nokir, Samsing o Anycat. Luego, sin embargo, se expandieron a todas las áreas, en juegos que, a la manera del dadaísmo, usaban la creatividad y efectos paródicos y subversivos con las marcas «originales» para crear otros nombres (Adidas, por ejemplo, se convierte en Adidos, Adadas, Adis, Dasida249…). Son, no obstante, más que meras falsificaciones: sus diseños y funcionalidades no deben nada a los originales, y las modificaciones técnicas o estéticas realizadas les confieren una identidad propia250. Los productos shanzai se caracterizan sobre todo por su gran flexibilidad, adaptativos según las necesidades y situaciones concretas, «algo que no está al alcance de una gran empresa, pues sus procesos de producción están fijados a largo plazo»251.

En Shanzai: el arte de la falsificación y la deconstrucción en China, el filósofo surcoreano radicado en Alemania Byung-Chul Han analiza varias obras artísticas chinas, shanzai o no, y occidentales para trabajar con la idea de cómo se construyen las nociones de autoría y originalidad en Extremo Oriente. Para ilustrar la diferencia en relación a Occidente, cita la idea de ádyton, que en griego antiguo significaba «inaccesible» o «intransitable». El origen de la palabra remite al espacio interior de un templo de la Grecia Antigua que estaba completamente apartado del exterior donde se celebraban los cultos religiosos. «El aislamiento define lo sagrado», dice Han. La noción de estar aislado para poder encontrarse con Dios, o consigo mismo, es diferente en Extremo Oriente, comenzando por la arquitectura de los espacios llamados sagrados: «El templo budista se caracteriza por la permeabilidad o por la apertura completa. Algunos templos tienen puertas y ventanas que no aíslan nada»252.

En el pensamiento chino no hay ádyton, ni como espacio ni como idea. Nada se separa ni se cierra: la idea de que algo esté apartado o aislado del todo es ajena a la manera de pensar predominante en el Extremo Oriente253. Así, no existiría la idea de original tal como se entiende en Occidente, puesto que la originalidad presupone un comienzo en el sentido estricto, de lo que una parte del pensamiento chino tradicional reniega al no concebir la creación a partir de un principio absoluto e individual, pero sí con el proceso continuo, sin comienzo ni final, sin nacimiento ni muerte, fundamentalmente colectivo. La desconfianza hacia los principios inmutables y los «genios» creativos individuales remite a la falta de esencia y a un cierto vacío que, a los ojos de occidentales —ejemplificados por Han en el pensamiento crítico con esas nociones orientales del filósofo alemán Hegel, uno de los pensadores más influyentes de occidente—, puede ser visto como hipocresía, astucia o incluso inmoralidad.

Hablar de autoría, originalidad y, en consecuencia, de derecho de autor, copyright y cultura libre en Extremo Oriente es, por tanto, diferente de hablar sobre eso en el mundo occidental. Esa manera de pensar que ignora el ádyton, lo «inaccesible», ya sea como lugar o como idea, viene de una noción de verdad como proceso, es decir, más basada en la inclusión continua de varios elementos que en la exclusión y consecuente unión en torno a un único elemento separado del todo, como solemos pensar en Occidente. Si la verdad está en proceso continuo de producción, la noción de donde esta proviene —su originalidad— pierde importancia; ya no es el origen único lo que importa, sino que el contenido de esta verdad trascienda, circule, sea reorganizado y complementado según contextos, objetivos y propósitos variados. Cada elemento es importante como parte de una idea que trasciende de manera colectiva, no como parte aislada que posee un origen y una autoría.

Teniendo en cuenta eso, el proceso creativo de una obra artística y cultural en esa región está marcado por la continuidad y por cambios silenciosos, no por la ruptura que una idea genial aportada por un artista origina, como se diviniza en la visión occidental a partir del romanticismo. No se valora tanto la matriz de la idea, su origen o su autor, sino como esta va a —o debe— ser continuada. Si la idea permanece en la copia, entonces es como si la obra continuara, sin ruptura, sin una «nueva obra». Es como en la naturaleza: células antiguas son sustituidas por un nuevo material celular. No se pregunta por la célula original: «lo viejo muere y es sustituido por lo nuevo. La identidad y la novedad no son excluyentes»254.

Una parte de esa forma de ver la verdad, la originalidad y el proceso de creación como algo más colectivo que individual remite al confucianismo (儒學), conjunto de doctrinas morales, éticas, filosóficas y religiosas creadas por los discípulos de Confucio tras su muerte, en el 479 a. C., que tuvo gran influencia en el pensamiento de China y de países como las Coreas, Japón, Taiwán y Vietnam, principalmente hasta inicios del siglo XX. Natural de la provincia de Lu, hoy Shantung, este de China, Confucio venía de una familia noble en decadencia y tuvo diversas ocupaciones en su vida —profesor, funcionario público, político, carpintero, pastor— hasta alrededor de los 50 años de edad, cuando comenzó a viajar con frecuencia por las provincias chinas y a reclutar discípulos en torno a su filosofía basada en la vida simple, en la colectividad y en el altruismo255. Era una propuesta filosófica que retomaba algunas costumbres de dinastías chinas más antiguas como Shang (1600-1046 a. C.) y la propia Zhou (1046-256 a. C.), período en que había una decadencia moral y ética en la sociedad china.

A partir de la dinastía Han (de 206 a. C. a 220 d. C.), las enseñanzas de Confucio empezaron a ejercer gran influencia sobre los gobiernos y la sociedad china, proporcionando el plano de lo que sería una vida ideal y la regla por la cual deberían medirse las relaciones humanas256. Reinventadas y reinterpretadas por diversas personas a lo largo de los siglos, sus ideas darían forma a una serie de costumbres en las áreas de educación, cultura, política y relaciones sociales del país durante diferentes momentos de la China imperial. Solo perderían fuerza a comienzos del siglo XX, cuando termina el período imperial chino y el confucianismo empieza a ser acusado de ser «excesivamente tradicional» para convivir con el dinamismo de la entonces sociedad moderna occidental.

La influencia de las enseñanzas de Confucio en la forma de ver la creación en China y en los países de Extremo Oriente empieza a tener cierta repercusión en los estudios sobre propiedad intelectual a partir principalmente del libro To Steal a Book is An Elegant Offense: Intellectual Property Law in Chinese Civilization, de William P. Alford, publicado en 1995. El título del libro, «Robar un libro es una transgresión elegante», viene de un concepto popular (Qie Shu Bu Suan Tou) chino a partir de Kong Yiji, libro publicado en 1919 por un conocido escritor de la época llamado Lu Xun. La historia de la obra gira en torno a un personaje central que da nombre al libro, un intelectual autodidacta alcohólico y fracasado que frecuenta una taberna en la ciudad de Luzhen (魯鎮), base de otras ficciones de Xun. Él no aprobó el examen de xiucai, uno de los muchos de la China imperial de la época, y usa en su discurso frases clásicas confusas, que generan desprecio entre los otros clientes del local, que lo ridiculizan también por «hacer trabajillos» y robar para comer y beber. Una de sus actividades era copiar manuscritos para clientes ricos; a veces, también robaba libros de esos clientes para cambiarlos por vino en la taberna. «Robar un libro es una ofensa elegante» era el argumento que usaba cuando era insultado por los clientes del bar.

Kong Yiji, el personaje principal, fue creado como «arlequín caricaturesco» que representa a un intelectual autodidacta del período clásico chino en decadencia257 —al final del libro, el personaje muere apaleado y es olvidado—. La obra se produjo en el contexto del Movimiento del Cuatro de Mayo, del cual Lu Xun formaba parte, que en 1919 se hizo famoso por protestas en la capital Pekín y por la crítica antimperialista (la última dinastía imperial, Qing, había terminado en 1911), en la que el confucionismo y sus maneras tradicionales, jerárquicas y colectivistas eran consideradas un obstáculo para la modernización en la «competición con otras naciones del mundo occidental»258. Desde este punto de vista, la literatura del Movimiento del Cuatro de Mayo, vinculada también a las ideas modernizadoras de otros lugares del mundo en esa época, debería intentar evitar los clichés de la lingüística tradicional china que habían dificultado y restringido el pensamiento creativo de las personas durante siglos y apostar por la innovación tanto en el contenido, considerado anticuado, como en la forma.

¿Pero cuáles serían esos valores e ideas tradicionales contra los que los modernistas del Cuatro de Mayo combatían? Para el confucianismo, el pasado aportaba valores sociales, éticos y morales —la idea de familia, por ejemplo, como unidad básica que organiza la comunidad— que deberían ser incorporados a la sociedad contemporánea. La necesidad de conocer el pasado para el crecimiento personal dictaba que hubiera un amplio acceso a la herencia común de todos los chinos259. Como tener propiedad sobre esas obras del pasado permitía a unos pocos monopolizar un conocimiento tan esencial para todos, había entonces una contradicción entre los derechos de propiedad intelectual y los valores morales tradicionales de China defendidos por Confucio. Al enaltecer valores familiares y derechos colectivos, los chinos no habrían desarrollado el concepto de derechos individual; por tanto, no considerarían la creatividad y la innovación como propiedad individual, sino como un beneficio colectivo para la comunidad y la posteridad. Para aquellos que consideran el individualismo un prerrequisito esencial para el desarrollo de los derechos de propiedad intelectual, esa visión del mundo representaría un gran desafío260.

Había otro hecho importante instalado en la cultura china y de los pueblos de Extremo Oriente a partir del confucianismo. En esa filosofía, desde muy pequeños los niños eran enseñados a pensar a partir de la memorización y de la copia de los clásicos, procedimiento que, según sus maestros, inculcaría en los jóvenes valores familiares, compasión filial y respeto ancestral261. La memorización y la copia, especialmente de las obras de Confucio, se convertirían en procedimientos necesarios para garantizar el éxito en los exámenes del Servicio Público Imperial, realizados durante trece siglos (entre el 605 y 1905, aproximadamente) y que consistían en una serie de pruebas que servían para seleccionar a quién, entre la población (masculina y descendiente de la aristocrática), se le permitiría la entrada en la burocracia estatal —lo que daría poder y gloria a los candidatos y honor a sus familias, distritos y provincias—.

Cuando estos niños crecían, se volvían más compiladores que creadores. Memorizaban tantas historias clásicas que empezaban a construir sus narraciones a partir de un extenso proceso de copiar y pegar (cut-and-paste) frases, fragmentos y pasajes de esos textos antiguos. Si a ojos de un occidental, especialmente de los siglos XX y XXI, eso se vería como un plagio, para los chinos de la época se veía como un rasgo distintivo de intelectualidad y conocimiento cultural. «Cuando autores chinos tradicionales toman fragmentos de un texto prexistente y, principalmente, de un clásico, se espera que el lector reconozca la fuente del material utilizado instantáneamente. Si un lector es lo suficientemente desgraciado para no reconocer ese material citado, es culpa suya, no del autor»262.

En Lún Yǔ (論語, en español conocido como las Analectas), principal colección de ensayos e ideas atribuidas a Confucio, está escrito: «El Maestro dijo: “Yo transmito, pero no innovo; soy verdadero en lo que digo y estoy dedicado a la Antigüedad” (shù ér bù zuò)»263. Aunque esa afirmación pueda en parte desanimar la creatividad, tenía como motivo enfatizar el papel de cada uno como portador de una tradición, y no como fundador o creador de una nueva doctrina264. En otro lugar de las Analectas, se atribuye a Confucio la frase: «Merece ser un profesor el hombre que descubre lo nuevo al refrescar en su mente aquello que ya conoce (wēn gù ér zhīxīn / kěy ǐ wéi shī yǐ265. Según Yu, el pensamiento de Confucio manifiesta una visión de que «la capacidad de hacer un uso transformador de obras prexistentes puede demostrar la comprensión y devoción al núcleo de la cultura china, así como la capacidad de distinguir el presente del pasado mediante pensamientos originales»266.

Un último factor que habría influenciado la divergencia china en relación a la propiedad intelectual tal como esta fue concebida en Occidente es un cierto desdén de los confucionistas por el comercio y por la creación de obras por puro lucro. Una vez más, Analectas: «Las ocasiones en que el Maestro hablaba sobre lucro, Destino y benevolencia eran raras (Zi hǎn yán lì267. En su ampliamente usada traducción al inglés, Arthur Waley esclareció la enseñanza del maestro añadiendo la nota a pie de página «Podemos ampliar: raramente hablamos de asuntos desde el punto de vista de lo que pagaría mejor, sino solo desde el punto de vista de lo que era cierto»268. Los comerciantes (shāng) eran considerados la más baja de las cuatro clases de la sociedad tradicional china, detrás del oficial-estudioso (shì), del agricultor (nóng) y del artesano (gōng). No sería sorpresa, por tanto, que los confucionistas no hubieran dado énfasis, hasta el siglo XX, a la noción de propiedad intelectual y a la idea relacionada de los derechos comerciales exclusivos269.

Por el lado del budismo y el sintoísmo, los otros dos conjuntos de ideas más difundidos en Extremo Oriente, la influencia del confucianismo en la cultura china hizo que la perspectiva del derecho de autor en la religión se orientara, durante mucho tiempo, más a la defensa de una base de información pública, de libre acceso y reutilización —lo que en Occidente fue llamado dominio público—. La demora de China en firmar tratados internacionales de propiedad intelectual (a partir de la década de 1980, cuando el país también pasa a ser parte de la World Intellectual Property Organization) tiene relación con una cultura colectiva y de defensa del dominio público enraizada desde hace mucho tiempo en su sociedad. Y también se asocia con la difusión de la cultura shanzai ya citada, que toma la copia como base para la recreación de diferentes productos y marcas de partir de una práctica creativa compiladora enraizada en el día a día del pueblo de la región, incluso con la pérdida de influencia del confucianismo.

Sin embargo, en las últimas décadas del siglo XX y en las primeras del siglo XXI, China no solo se ha adaptado a la visión occidental de la propiedad intelectual, sino que, en 2020, se ha convertido en quien lidera las solicitudes internacionales de patentes, por delante de Estados Unidos270. Por otro lado, también es el país al que más se atribuyen infracciones de derechos de autor en el ámbito musical; la International Federation of the Phonographic Industry (IFPI) afirma que el 95 % de las canciones que circulan por el país lo hacen a partir de descargas sin autorización de los propietarios271. Más allá del cuestionamiento a los datos de esas investigaciones, podemos preguntarnos: ¿cómo sería una legislación que respetara el pasado colectivista de la cultura confucionista del Extremo Oriente y dialogara con una noción contemporánea de derecho de autor del statu quo del capitalismo? Yu apuesta por conceptos que no aspiran a una legislación maximalista —es decir, que no tengan todos los derechos reservados a los propietarios de un copyright, por ejemplo—. Es el caso del Creative Commons, citado por él como ejemplo de opción en que «los confucionistas pueden desdeñar el comercio y aún así abrazar los derechos de propiedad intelectual»272.

III.

En portugués, «presente de índio» (Indian giver) es un término que aparece en los idiomas occidentales a partir del contacto de los colonizadores europeos con los pueblos originarios de continente que sería entonces acuñado por uno de ellos como América. En inglés, este está registrado por primera vez en 1765 para definir un tipo de regalo por el cual se espera una retribución equivalente. Un siglo después, Indian giver fue recogido en un diccionario de americanismos como una frase común entre niños de Nueva York para referirse a un regalo que alguien da y recibe de vuelta273, el mismo significado que tomó en portugués y que, en concreto en Brasil, se suma al sentido de un «presente no deseado» que la expresión obtuvo con su uso cotidiano.

El uso común de la expresión parte de una acción que entiende como «normal» que alguien reciba un regalo y lo consuma como cualquier otra cosa recibida o adquirida. Occidental y de origen europeo, ese normal no es la costumbre de muchos pueblos originarios del continente americano y de otras regiones del planeta. Para estos, cualquier cosa que se regale o done debe tener alguna retribución, ser transmitida, a lo sumo sustituida, no guardada para siempre o empleada de nuevo para el aprovechamiento exclusivo de una persona. Un regalo es el comienzo de una relación circular de ida y vuelta, que presupone responsabilidades mutuas y no termina con el acto de recibir, guardar y usar en algún momento, como en las costumbres de las sociedades occidentales donde el capitalismo prevalece como modo principal de organizar la vida. Siendo el inicio de una relación, no puede ser consumido y descartado como una simple mercancía. En tal caso, podrá ser recuperado: «regalo de indio».

El siguiente caso contado por Viveiros de Castro es ilustrativo.

Es muy común que un equipo de rodaje llegue a una región indígena y ofrezca treinta mil dólares para grabar, y que los indios conversen entre sí y hagan una contraoferta, cuarenta mil dólares, y cierren la negociación. Se hace el trato. Entonces se hace la película, y el equipo piensa que solucionó el problema. Paga directamente y esas cosas. Cuando sale la película, el director recibe una llamada que dice lo siguiente: «¡Ya nos estás devolviendo el dinero, has robado a la gente!». Entonces él dice: «Espera, yo firmé un papel, ya di los cuarenta mil», y los indios: «No, pero no pagaste no sé qué», o «no fue para todo el mundo». Entonces él se da cuenta de repente de que los indios tienen una concepción de transacción, de relación social en general, radicalmente opuesta a la nuestra. Cuando hacemos una transacción, entendemos que esta tiene comienzo, medio y fin, yo te di un chisme, tú me pagas, estamos en paz, tú vas para un lado, y yo voy para otro. Es decir, la transacción se hace con vistas de su término. Los indios, al contrario: la transacción no termina nunca, la relación no termina nunca, comenzó y no va a terminar nunca más, es para toda la vida. Al pedir más dinero, no es exactamente el dinero lo que los indios quieren, sino la relación. Ellos no aceptan que acabó la propuesta, no acabó nada, ahora es cuando va a comenzar. De donde vienen los famosos estereotipos: los indios piden todo el tiempo. Sí, piden. Y nos quejamos de que lo que ellos obtienen es desechado de repente: las aldeas se llenan de objetos descartados que los indios nos pidieron, insistieron hasta conseguirlos, y, cuando los consiguen, no los cuidan, los desechan, dejan que se pudran, que se oxiden. Y los blancos se quedan con aquella idea de que esos indios son salvajes de verdad, no saben cuidar de las cosas. Pero está claro, el problema de ellos no es el objeto, lo que ellos quieren es la relación.274

En la antropología, hay muchos estudios sobre el tipo de transacción que ocurre en el intercambio (o donación) de regalos. Uno de los más antiguos e influyentes es el del francés Marcel Mauss, el hoy clásico «Essai sur le don», publicado en 1924 en Francia, traducido al español como «Ensayo sobre el don»275, en el que este compara diferentes sistemas de regalos entre sociedades de Polinesia, Melanesia y del noroeste del continente americano para probar que el intercambio de regalos es un fenómeno que presupone diversas transacciones —jurídicas, morales, estéticas, religiosas, mitológicas—, además de las económicas. Mauss afirma que el sistema de intercambio de regalos en esas sociedades tiene un principio común regulador: la obligación de dar, recibir y retribuir. En lugar de reducir esas transacciones a simples intercambios de regalos, el francés muestra que esos procesos llevan consigo una dimensión moral que le da un sentido a las relaciones sociales, lo que las caracteriza como prestaciones de servicios que tratan de establecer nuevas alianzas y a fortalecer las antiguas276.

Mauss se da cuenta de que los bienes en circulación en esos sistemas son inseparables de sus propietarios y poseen una sustancia moral propia relacionada con la materia espiritual del dador de un objeto determinado277. Esa sustancia es dada cuando hace un intercambio de un regalo y pasa a circular junto a ese objeto, que entonces nunca será solo un «simple objeto», sea cual sea, sino algo que tiene intención y que convive en igualdad con las personas. En ese sentido, el sistema de mercancía conocido en Occidente se vuelve diferente para las perspectivas de los pueblos tradicionales. En palabras de la antropóloga Marilyn Strathern (1984), es lo contrario a la economía de la commodity, en la que las personas y las cosas asumen la forma social de las personas278. Es en ese sentido que, en sociedades originarias de diversos lugares del mundo, el modelo de propiedad (en particular el de propiedad intelectual), calcado de la relación de la obra de arte como mercancía de consumo, se vuelve insuficiente para lidiar con una relación más duradera y compleja de la circulación de objetos/bienes279. En el sistema cultural de las sociedades originarias, es perceptible, en primer lugar, la centralidad de los valores colectivos, ligados a la pluralidad y a la supervivencia de la comunidad, en relación a los valores individuales, de uso exclusivo y elección individual. Lo que, a su vez, hace que los bienes culturales y de conocimiento en ese contexto sean más difíciles de transformar solo en un producto más vendido como mercancía, pues hay principios y responsabilidades de reciprocidad y solidaridad que buscan darle valor a la propia sustancia moral —que podríamos también llamar «alma»— de los objetos en sus relaciones con las personas y el mundo. Para citar un ejemplo, los derechos del pueblo guaraní, uno de los más presentes en Brasil y Sudamérica, son guiados por los principios de valoración de derechos colectivos en detrimento de los individuales, lo que genera normas más flexibles, discutidas de vez en cuando en comunidad en las Aty Guassu (gran asamblea), basadas en sus prácticas culturales y que tratan de mantener el equilibrio de la convivencia y el respeto a las tradiciones280.

En segundo lugar, hay que resaltar que, en el sistema cultural de las sociedades originarias, la noción de colectividad es todavía más compleja de lo que parece. La antropóloga Marcela S. Coelho de Souza (2016) dice que, para pueblos amerindios como el kĩsêdjê, de la región próxima al parque del Xingu, norte del estado de Mato Grosso, en la Amazonia brasileña, ni sujeto ni objeto, ni creador ni creación se comportan de acuerdo a las expectativas occidentales contenidas en esas acepciones. El colectivo aquí no implica solo a personas, sino también objetos y las diferentes relaciones mutuas entre estos, lo que vuelve el vocabulario propuesto por la noción de propiedad intelectual, basado en la separación clara entre sujeto y objeto, creador y creación, muy pobre para ser usado en esos casos.

No es fácil armonizar la lógica de derechos colectivos de un determinado sujeto sobre su objeto de creación también porque, para muchos pueblos amerindios, casi todo lo que define la cultura humana viene de fuera, o es obtenido de fuerzas externas. En el caso del pueblo kĩsêdjê, por ejemplo, el maíz viene del ratón; el fuego, del jaguar; nombres y adornos corporales, de una raza de enanos caníbales; canciones, de las abejas, buitres, árboles y tortugas acuáticas, entre otros casos que permiten afirmar «si la cultura de los kĩsêdjê pertenece a los kĩsêdjê, es justamente porque no son ellos los creadores»281. Coelho de Souza afirma que, cuando los derechos que implican bienes culturales y de conocimiento están en juego, estos nunca surgen como derechos colectivos que pueden ser inequivocamente atribuidos a personas o grupos, sino antes a una vasta red de prerrogativas heterogéneas, derechos y obligaciones que no encajan fácilmente en los moldes de la representación legal requerida en las formas de un contrato jurídico282.

Creación y propiedad intelectual en el pensamiento occidental, especialmente a partir de la Ilustración y de John Locke en el siglo XVII, son nociones ligadas a la idea de que los objetos (historias, narraciones) son hechos a partir del intelecto humano, fruto de nuestra subjetividad y como algo que es una extensión de nuestra identidad. Según esa idea, la creatividad se concretiza con la producción de un determinado objeto, pero no emana de este, que permanece inerte y sin vida —por lo menos en su concepción legal y tradicional—. La propiedad intelectual, en este sentido, está anclada como una la relación entre personas en relación con (y mediada por) cosas283, con una clara separación entre lo que es materia y lo que es espíritu, sujeto y objeto.

La visión amerindia es bastante diferente. Trata, por ejemplo, los objetos como registros «menos pasivos de las capacidades de un sujeto que las cosificaciones personificadas de esas relaciones»284. De modo que la creación se produce distribuida en la relación entre los múltiples objetos y personas, sin esa separación entre sujeto y objeto, intelecto y materia, que estamos acostumbrados a hacer en Occidente. La subjetividad también existe en los objetos y forma un paisaje animado compuesto de diferentes tipos de niveles de acciones humanas285. Para los amerindios, cada objeto, así como cada animal, es potencialmente un sujeto, lo que hace que nos remontemos al perspectivismo amerindio propuesto por Eduardo Viveiros de Castro y Tânia Stolze Lima, concepto ampliamente difundido en la antropología y que podemos definir como la idea de que «seres provistos de alma se reconocen a sí mismos y a aquellos a quienes están emparentados como humanos, pero son percibidos por otros seres en forma de animales, espíritus o modalidades de no humanos»286.

Aunque esta concepción sea específica del perspectivismo amerindio, también puede ser abordada desde una noción más amplia, compartida por otros pueblos originarios de América Latina y de otros lugares del mundo, de no separación entre naturaleza y sociedad. Central para lo que se suele llamar modernidad, esa separación fue cuestionada en la antropología hace muchas décadas287, con todavía más fuerza a partir de los fenómenos ligados al calentamiento global, a partir de los años 90, en los que decisiones políticas tomadas por gobiernos, personas y empresas («sociedad») han provocado alteraciones irreversibles en el clima del planeta («naturaleza»). Para los pueblos originarios, como los kĩsêdjê y los guaraní aquí citados, esa división nunca ha existido; la misma concepción de mundo que no separa sujeto y objeto y que los incluye en lo que se llama colectivo tampoco ve diferencia entre naturaleza y sociedad.

No es por casualidad, por tanto, que la influencia indígena en países latinoamericanos haya provocado el debate en torno a los derechos de la naturaleza288, una perspectiva que cuestiona esa separación e intenta incluir árboles, ríos, montañas y bosques como seres de derecho dentro de un sistema legal vigente occidental. La Constitución de Montecristi de la República de Ecuador, por ejemplo, promulgada en 2008, afirma en el artículo 71 del capítulo VII:

La naturaleza o Pacha Mama, donde se reproduce y realiza la vida, tiene derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos.

Toda persona, comunidad, pueblo o nacionalidad podrá exigir a la autoridad pública el cumplimiento de los derechos de la naturaleza. […]

El Estado incentivará a las personas naturales y jurídicas, y a los colectivos, para que protejan la naturaleza, y promoverá el respeto a todos los elementos que forman un ecosistema.289

La inclusión (o intento) de seres vivos no humanos en legislaciones y constituciones, como en el caso de Ecuador, refleja también la idea del buen vivir, una noción común hace mucho tiempo entre pueblos originarios de América Latina290 y que ha sido retomada en las últimas décadas como una crítica al desarrollismo y a la necesidad de crecimiento y acumulación de riquezas a costa tanto de la naturaleza como de muchas de las poblaciones que de ella viven directamente. Para el buen vivir tampoco debe haber separación entre naturaleza y sociedad, lo que, a su vez, no debe ser confundido con una «vuelta al pasado», sino que es la búsqueda, en las raíces ancestrales de los pueblos originarios, de una convivencia más armoniosa entre hombre y naturaleza que nos dé salidas, particulares a cada comunidad, a la crisis ambiental y también social que hoy vivimos.

En pueblos en los que no hay separación entre naturaleza y cultura, sujeto y objeto, y en que el colectivo, en toda la complejidad que ese término puede tener para esos pueblos, es prioritario en relación a lo individual, es más difícil hablar de nociones como propiedad intelectual, derechos de autor y cultura libre tal como comentamos hasta este capítulo291. Las ideas de copia, plagio, apropiación y remezcla fueron presentadas dentro de una concepción propietaria del mundo, vigente en Occidente desde el principio del capitalismo, pero que para esos pueblos citados no es lo normal. Aun así, no hay manera de negar que el sistema capitalista trata, con frecuencia, de apropiarse de los conocimientos y de los bienes culturales de esos pueblos originarios para extraer de ellos valor y después venderlos como mercancía —como es el caso desde productos del bosque usados como remedios ancestrales a estándares de diseños reconocidos como design—. ¿Cómo crear entonces mecanismos que fomenten el pensamiento colectivo y comunitario inspirado en esos pueblos, respeten su cosmovisión y, al mismo tiempo, eviten que su cultura genere mercancías que sean puestas a la venta en un mercado donde la mayor parte del valor obtenido no irá para ellos?

Hay dificultad de dar una respuesta única a esta cuestión. Si, como ya vimos, un software tiene condiciones de producción diferentes a las de una canción o de un diseño, también los contratos de esos bienes deben ser diferentes, de acuerdo con los contextos y actores involucrados. La protección de un dominio público amplio no es excluyente de la remuneración de quien (re)crea, como demuestran las licencias de Arte Libre, Creative Commons y Copyfarleft citadas en el capítulo anterior. La equiparación de objetos y personas y el establecimiento de una relación duradera de regalos que no termina sin conflictos pueden ser contemplados por negociaciones más complejas, que inventen otros términos, y no los comúnmente usados en el ámbito de la propiedad intelectual. Algunas de las palabras de ese nuevo vocabulario no tienen nada de nuevo; el copyleft de los ochenta y el milenario bien común procedente del res communes romano, por ejemplo, pueden ser usados y recreados a partir de las perspectivas amerindias citadas para establecer nuevos y proteger viejos bienes comunes mediante prácticas cotidianas de cuidado y resistencia —incluso en el aspecto legal, esa conexión de mediación que muchas veces es necesaria para la garantía de un buen vivir para todos—.

IV.

La producción de bienes culturales libres al margen de la motivación individualista y propietaria de la cultura predominante en Occidente requiere resistencia y creatividad. Resistir es el procedimiento necesario para la preservación de una amplia base de datos colectiva de creación, al tiempo que crear es necesidad básica para reinventar conceptos y prácticas para construir vías alternativas de producción, difusión y remuneración de la cultura menos restrictivas y más autónomas. En este sentido, hay propuestas diferentes. Para Creative Commons, reformar las leyes de derecho de autor concediendo el derecho de elección de las libertades de uso, difusión y producción para los identificados como autores es un camino para la construcción de un dominio público robusto y accesible. Para el copyleft propuesto por Stallman, liberar programas y algunos bienes culturales es una salida para luchar contra monopolios que arrebatan la libertad de creación y de elección autónoma de los usos de una determinada obra.

Otras personas, como la activista del conocimiento libre Evelin Heidel (Scann), dicen que el feminismo debería oponerse al carácter patriarcal del derecho de autor. Propone, así pues, modificar la legislación no de manera punitiva para dar más protección a creaciones de mujeres que quedarían fuera de esas legislaciones, sino para generar un paradigma que dé valor a la creación como práctica social y comunitaria. «Intentar cambiar las leyes que hoy criminalizan o prohíben prácticas fundamentales para la libertad de expresión, para el intercambio, la distribución y la reapropiación de la cultura», de manera que se callen las musas que inspiran a los genios para que se pueda, finalmente, hablar de las mujeres292.

Para algunos también aquí citados, como Anna Nimus, abolir el copyright también puede ser la salida. Joost Smiers y Marieke van Schijndel imaginaron un mundo sin copyright que tiene como idea principal el hecho de que la protección ofrecida por los derechos de autor no es necesaria para el proceso de expansión de la creación artística. Estos autores citan varios argumentos que hacen que sea ilógico apostar por el derecho de autor como modelo de regulación de producción cultural: el hecho de ser un derecho exclusivo y monopolista de una obra privatiza una parte esencial de nuestra comunicación y perjudica a la democracia, por ejemplo293; la cuestión de si este es realmente un incentivo para el creador, motivo alegado desde el principio del derecho de autor, a pesar de que algunos estudios económicos citados demuestran que, de los ingresos obtenidos de copias vendidas, un 10 % va para el 90 % de los artistas, y 90 % va para el 10 %294; la falsa idea de originalidad como expresión individual y exclusiva de algún creador; el fracaso de la lucha contra la llamada piratería de archivos digitales de obras culturales en la red. Como solución, Smiers y Van Schijndel señalan a algo cercano al procomún: «Creemos que es posible crear mercados culturales de forma que la propiedad de los recursos de producción y distribución estén en manos de mucha gente. En esas condiciones, nosotros pensamos, nadie podrá controlar el contenido o la utilización de las formas de expresión cultural a través de la posesión exclusiva y monopolista de derechos de propiedad»295.

En el Encontro de Cultura Livre do Sul, realizado por colectivos culturales de Iberoamérica los días 21, 22 y 23 de noviembre de 2018296, una serie de activistas e investigadores y yo discutimos y buscamos respuestas a algunas de las cuestiones abordadas en este libro. Durante las seis mesas de debate del encuentro hablamos sobre políticas públicas y marcos legales de derechos de autor; digitalización de acervos y acceso al patrimonio cultural en repositorios libres; de laboratorios, productoras colaborativas, hackerspaces, hacklabs y otras formas de organización que defienden y practican en el día a día la cultura libre; de cómo nos integramos en una red internacional que también defienda los bienes comunes; de muchas formas de producción cultural —editorial, musical, audiovisual, fotográfica— que se están realizando en el ámbito de las licencias y de la cultura libre; y de las plataformas, contenidos y prácticas educativas que tienen lo libre como paradigma de acción y propagación.

Junto a los más de doscientos participantes, reflexionamos sobre las especificidades de la cultura libre en el sur global en relación al norte. Como uno de los resultados, escribimos el Manifiesto de Cultura Libre del Sur Global297, que propone algunos principios, conceptuales y prácticos, que consideramos importantes para la propagación y el cuidado de una cultura libre en este sur que no es solamente geográfico. El siguiente fragmento del manifiesto fue la conclusión del encuentro —y también encaja que esté aquí, adaptado, no para cerrar, sino para mantener activa la larga y continua discusión sobre la cultura libre a través de los tiempos—.

La discusión sobre la libertad de utilización y la producción de tecnologías libres ha sido fundamental para la cultura libre desde el principio, pero creemos que en el sur tenemos la urgencia más grande de preguntarnos para qué y para quién sirven nuestras tecnologías libres. No basta discutir si vamos a usar herramientas producidas en software libre o si vamos a optar por licencias libres en nuestras producciones culturales: necesitamos pensar en tecnologías, herramientas y procesos libres que sean usados para dar espacio, autonomía y respeto a los menos favorecidos, económica y tecnológicamente, de nuestros continentes, y para disminuir las desigualdades sociales en nuestras regiones, desigualdades que son aún más visibles en el contexto del ascenso fascista global que vivimos en el 2018.

Desde el sur, tenemos que pensar en la cultura libre como un movimiento y una práctica cultural que propone dialogar intensamente con las culturas populares de nuestros continentes; que respeta y conversa con los pueblos originarios de América, que están aquí en nuestro continente viviendo en una cultura libre mucho antes de la llegada de los «latinos»; que defiende el feminismo y los derechos iguales para todes, sin distinción de género, raza, color u orientación sexual, identidad y expresión de género, discapacidad, apariencia física, tamaño corporal, edad o religión; que propone diálogo con la creatividad recombinante de las periferias de nuestros continentes, que están acostumbradas a compartir en sus comunidades y que son un blanco principal del exterminio practicado por nuestras policías regionales; que busca resguardar nuestra privacidad a partir de tácticas antivigilancia y de la defensa del derecho al anonimato y a la criptografía; y que lucha por la propagación de las fisuras en el sistema capitalista, buscando, a partir de una práctica cultural y tecnológica anticopyright, formas alternativas y solidarias de vivir en armonía con la Pachamama sin agotar los recursos ya escasos de nuestro planeta.

Pensar y hacer la cultura libre desde el sur requiere pensar en la urgencia de las necesidades de supervivencia de nuestros pueblos. Es necesario acercarnos a la discusión sobre el procomún, concepto clave que nos une en la lucha contra la privatización de los recursos naturales, como los océanos y el aire, pero también contra la privatización del software libre y de los protocolos abiertos y gratuitos bajo los cuales se organiza Internet. Acercándonos al procomún se amplía nuestro campo de disputa en el sur global y nos acercamos al cotidiano de comunidades, centrales y periféricas, que luchan en el día a día por la preservación de los bienes comunes.

Es importante recordar que el concepto “procomún” al que buscamos acercarnos debe ser pensado como algo en proceso, como un hacer común («commoning» en inglés). Es decir, no tener en vista solamente el producto en sí —libros, videos, música, hardware o software libres—, sino también nuestras propias prácticas y dinámicas a través de las cuales creamos juntos nuevas formas de vivir, convivir y también producir. Este es el hacer común. Por eso, es tan importante mantener vivas las redes que han recorrido todas las palabras, enlaces, referencias y personas citadas, debatidas, registradas e involucradas en las páginas de este libro que aquí continúa.

Internet, Iberoamérica,

sur global, 23 de noviembre de 2018

remezclado en el invierno de 2020

Barco con licencia Creative Commons BY-SA en la vela

Después de hablar tanto de creación, reapropiación, propiedad, copia, procomún, copyleft y copyright a través de tiempos, de lugares y de visiones del mundo diferentes, conviene preguntar: ¿y este libro? ¿Cuál es la marca del autor para uso (privado o público), la cita y la reapropiación? ¿Se emplea alguna licencia? ¿Cuál?

Mi —nuestra, porque, a pesar de haber un nombre detrás de esta obra, ella no deja de ser colectiva, como os habéis dado cuenta a lo largo de la lectura— elección es la licencia que representa el copyleft: Creative Commons CC BY-SA298—.

Licencia Creative Commons BY-SA

Esta dice que este trabajo puede ser compartido —copiado y redistribuido— en cualquier medio o formato y adaptado —combinado, transformado— para cualquier propósito; siempre que haya atribución de autoría, lo que significa que cualquier uso debe mencionar quién escribió esta obra y dónde fue modificada —partiendo de que quien quiera compartir, usar y adaptar este libro lo hará de manera razonable—, y que cualquier obra derivada de esta sea compartida bajo la misma licencia aquí descrita, una garantía que no permite el cierre de esta obra con una licencia que restrinja todas las indicaciones citadas anteriormente.

El alcance de esta licencia se aplica a las formas materiales con las que esta obra circula: impresa como libro, en formato de archivo digital de libro electrónico y publicada en partes en plataformas de Internet. La elección de esta parte del presupuesto de que este trabajo solo existe porque muchos otros existieron, y de que fomentar otras obras será un elogio a las ideas que aquí circulan. Conocemos las posibilidades de apropiación indebida y descuidada que muchos ya hicieron con obras similares, pero elegimos correr ese riesgo para garantizar que este libro sea libre para diferentes fines, incluido el comercial.

En este aspecto, animamos al uso, la reproducción y la (re)venta de este trabajo para fortalecer a pequeñas editoriales y sellos alternativos, siempre que se respeten las orientaciones ya indicadas; si quisieras hacer eso, nos sentiríamos felices si nos lo haces saber. Recordamos, no obstante, que el trabajo de editoriales independientes como esta necesita ser remunerado para que continúe existiendo. Por eso, considera comprarlo impreso y, así, valorar las elecciones editoriales y gráficas hechas aquí, así como la inversión financiera realizada —es esto lo que hará que otras obras como esta sean publicadas—. Finalmente, recordamos que la mejor experiencia de lectura de este texto —como muchos otros— es aquella proporcionada por esta invención de hace miles de años llamada libro impreso, con el olor del papel penetrando las fosas nasales y animando a una lectura lenta, de anotaciones y subrayados diversos que incitan a diálogos y conducen a una experiencia única y singular de conocer.

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AGRADECIMIENTOS

Este libro fue escrito, en su redacción final, entre septiempre de 2019 y septiembre de 2020, período del inicio de la pandemia del nuevo coronavirus y de una cuarentena que duró mucho más de 40 días. Muchas personas me permitieron y ayudaron a escribirlo. Sería difícil citar a todas; algunas de ellas están en la referencias y en las notas a pie de página.

Puedo dar las gracias a otras aquí. Los intercambios de ideas con Elias Machado y Leonardo Retamoso Palma fueron importantes para muchas de las discusiones de este trabajo. En diferentes momentos y de formas diferentes fueron interlocutores, impulsores o colaboradores de las ideas aquí trazadas en los últimos años Rodrigo Savazoni, Mariana Valente, Felipe Fonseca, André Deak, Pedro Markun, Evelyn Gomes, Lívia Ascava, Sheila Uberti, Janaína Spode, Carolina Dalla Chiesa, Aline Bueno, Fabrício Solagna, Leonardo Roat, Augusto Paim, Luís Eduardo Tavares, Aracele Torres, Guilherme Flynn, Pablo Ortellado, Sérgio Amadeu, Eduardo Viveiros de Castro, Marcelo Träsel, Rubens Velloso, Gustavo Torrezan, Sávio Lima Lopes, Reuben da Cunha Rocha, Edson Andrade, Victor Wolfenbüttel, William Araújo, Pedro Jatobá, Rodrigo Troian, Joel Grigolo, Iuri Martins, Thiago Almeida, Douglas Freitas, Márcia, Veiga, Angelo Kirst Adami y Tatiana Dias (quien dio valiosas sugerencias en la fase definitiva del texto). Doy las gracias también a Daniel Santini y Cauê Seignermartin Ameni, por el apoyo y la confianza en el proyecto; y a Beatriz Martins, Carlos Lunna, Jorge Gemetto, Mariana Fossati, Dani Cottilas, Barbi Couto y la red Cultura Livre do Sul, que fueron como un laboratorio de muchas de las palabras escritas aquí, así como a la Rede das Produtoras Culturais Colaborativas, colectivos ambos que ponen en práctica algunas de las maneras de entender la cultura libre.

SOBRE EL AUTOR

Leonardo Feltrin Foletto
Foto: Sheila Uberti

Leonardo Feltrin Foletto nació en Taquari, interior de Río Grande del Sur. Formado como periodista en la UFSM, en Santa María (Río Grande del Sur), obtuvo un máster en Periodismo en la UFSC y un doctorado en Comunicación en la UFRGS, con investigaciones relacionadas con la comunicación, la tecnología y el activismo. Como periodista redactor, ha estado en A Razão, de Santa María, y en la Folha de S.Paulo (Ilustrada). Ha sido profesor visitante en algunas universidades (PUC-RS, UCS, Unisinos, PUC-SP e Unochapecó) y escribió Efêmero revisitado: conversas sobre teatro e cultura digital, con una beca de la Fundação Nacional das Artes (Funarte) en 2011. Desde 2007 trabaja en comunicación digital, cultura libre y tecnopolítica en Brasil y Iberoamérica en proyectos como Casa da Cultura Digital (São Paulo y Porto Alegre), Ônibus Hacker, Festival BaixoCentro, Fórum Internacional do Software Livre (FISL), Rede de Produtoras Culturais Colaborativas, hackerspace Matehackers, Labhacker, Creative Commons Brasil e LabCidade (FAU-USP), entre otros. Además de BaixaCultura (baixacultura.org), espacio en línea sobre cultura libre y (contra)cultura digital activo desde 2008, laboratorio y extensión de buena parte de las ideas presentadas aquí.