Menos mal

I

Mucha gente conocía al pobre obrero Juan, que trabajaba en la industria. Vivía en una pequeña casa cuyo alquiler tenía que pagar cada mes. Le redujeron  muchísimo el sueldo, y apenas tenía dinero para pagar el caro alquiler y comer. Además, ayudaba a un vecino desempleado y a su propio hermano a pagar la hipoteca de la casa en la que vivía, pues también perdió su trabajo.

Sin embargo, cada día se levantaba para trabajar agradecido por haber tenido la posibilidad de comer bien la noche anterior. A pesar de sus problemas económicos, siempre se sentía satisfecho y feliz. Nunca dudaba en ayudar a su vecino y a su hermano a subsistir ni rehusaba en ello, aunque supusiera pasar algún día sin alimento.

II

Un rico empresario vivía en la ciudad de Juan. Desde joven había vivido para cosechar fortuna; para él los beneficios nunca eran suficientes. Esto hacía de su vida una ansiedad continua marcada por un angustioso estrés en busca de intereses, pues todos los negocios debía realizarlos en el momento adecuado para maximizar sus ganancias.

Tanto era el tiempo que dedicaba a sus negocios, que no encontraba momento de descanso: la mayoría de las noches no dormía por inquietud o porque se quedaba trabajando hasta tarde.

En su tiempo libre, este vivía a todo tren, pero jamás tenía suficiente y no era feliz. Continuamente, se arrepentía de no haber conseguido más dinero en sus negocios, pues, aunque era millonario, se lo gastaba todo como un loco. Siempre encontraba un coche mejor, un yate mejor, una mansión mejor, un helicóptero mejor... de los que tenía. Por eso se aburría pronto de sus caprichos: no podía disfrutarlos sabiendo que había un nuevo y mejor modelo que no podía adquirir. Sin embargo, cuando conseguía el objeto que deseaba, pasaba poco tiempo hasta que le aburría. Necesitaba ingentes cantidades de dinero para financiar su lujoso nivel de vida.

III

Un día se dio cuenta de que no era feliz. Pasaron los días y siguió su rutina reflexionando y observando a su alrededor. Todos parecían estar como él, excepto un alegre hombre que siempre mostraba una sonrisa de oreja a oreja. Le extrañó ver tanta felicidad en un pobre y simple obrero. Pasaban los días, y siempre se cruzaba con ese feliz hombre.

No comprendió por qué era tan alegre. Por eso, un día se propuso averiguar el secreto de Juan. Invitó a uno de los compañeros del trabajo, y amigo, del obrero a tomar algo y le dijo que le recompensaría económicamente si le contaba la vida de tal hombre. El trabajador hizo así. Después de escuchar atentamente lo que dijo, el millonario seguía sin entender cómo un personaje con una vida tan triste podía ser tan feliz.

El día siguiente era domingo. Juan iba caminando por la ciudad; paseaba feliz y despreocupado. De repente, se acercó el rico empresario, que buscando una respuesta satisfactoria, le dijo: «Joven Juan, me han contado la desgraciada historia de tu día a día, y no logro comprender por qué siempre estás alegre y amable. Me gustaría que me contaras tu secreto. ¿Cómo consigues ser feliz?». Entonces, Juan se paró y le dijo: «No olvides jamás tus principios. Tienes que ser tú mismo y hacer lo que consideres correcto. Cuando encuentres una adversidad reacciona con combatividad, resuelto a solucionarla, y, a la vez, con serenidad, sin alterarte..., haciendo el bien y ayudando a los demás. Eso hago yo y soy feliz».

Sus palabras decepcionaron enormemente al empresario, que lo tomó por loco e idiota. Veía que no comprendía que con esa actitud —de hacer siempre el bien y ayudar sus allegados— nunca sería feliz: siempre se aprovecharían de él. No tendría nunca nada que disfrutar. Si él era triste siendo rico y poderoso, no podía siquiera imaginar cómo viviría ese pobre hombre. Así pues, no le creyó cuando le dijo que era feliz.

Intentó convencerle elocuentemente de que depusiera su actitud, olvidándose de sus principios, y se preocupara de sí mismo; pero Juan no quería traicionar sus principios. Por primera vez en su vida, el empresario se sintió triste por alguien. Juan era el primer desgraciado idiota que había conocido. Extrañamente, su compasión le llevó a realizar una acción generosa nada propia de él.

—Aunque no lo comparto, te doy las gracias por el consejo. Me han contado tu historia, y siento pena por tu miseria. Me gustaría ayudarte, buen hombre, a hacerte la vida más divertida y pasadera. Te regalaré uno de mis coches para que puedas darte una vuelta y despejarte de vez en cuando. Es un gran coche —decía mientras el proletario le miraba atónito—. Te servirá también para ir al trabajo. Pero ten cuidado —continuó el charlatán y petulante empresario—, este coche tiene una peculiaridad: para avanzar tienes que decir «menos mal» (antes era «menos más» [de menos a más velocidad], pero el micrófono captaba mejor lo otro y lo cambié)...; para frenar, «mal menos» (fácil de recordar). Las demás órdenes son lógicas: «parabrisas» activa el limpiaparabrisas, «radio» enciende la radio, «menos» baja el volumen, «más» sube el volumen... Hay un manual en la guantera. Lo aprenderás rápido. Diviértete.

El empresario le cedió su coche. Juan no quiso aceptarlo y le dijo que no lo necesitaba; aunque, finalmente, ante la insistencia del empresario, acabó aceptándolo.

IV

Juan se sintió realmente miserable ante el empresario, que parecía saberlo todo y tenerlo todo; él no tenía nada. Cuando hubo recibido las llaves, se subió al coche y dijo: «Menos mal».

Desconcertado, no sabía adónde ir ni qué hacer, así que paseó por la ciudad con su nuevo coche. El coche era muy caro, así que pensó en venderlo; iba a trabajar en bicicleta y siempre que salía de la ciudad cogía el autobús, el tren o cualquier otro transporte. No lo necesitaba.

Pero durante un momento pensó en las palabras de aquel hombre. Nunca se había planteado su miserable situación, siempre se sintió afortunado de poder ayudar a su hermano y poder comer cada día..., quizás estaba siendo demasiado altruista. Durante el trayecto se dio cuenta de que, de tanto proteger a los demás, se había olvidado de ayudarse a sí mismo. A partir de ahora pensaría solo en sí mismo, como le recomendó el empresario. Pensó, ignorante de que ya era feliz, que con suerte llegaría a ser como él veía a aquel empresario: sabio, feliz y rico.

Mientras conducía, sintió la emoción de conducir un vehículo de excepcional calidad. Juan se identificó con el coche, se sentía veloz, imparable. Por un momento se olvidó del tiempo, de sus obligaciones y de sus pensamientos; salió incluso de la ciudad. Estaba tan distraído en sus pensamientos que no vio una señal que alertaba que la carretera estaba cortada. Más allá estaban reconstruyendo el puente que se desplomó tras la violenta tormenta de la semana anterior. Juan subía una empinada carretera que parecía no tener fin, cuando se dio cuenta de que esta conducía hacia un abismo. Observó el destrozado puente, la obra y el precipicio que había bajo él. Tardó un poco en reaccionar, pero consiguió gritar a tiempo: «Mal menos».

El coche atravesó la valla de la obra; se quedó a un palmo del abismo... Juan se secó el sudor de su frente, resopló aliviado y pronunció un «menos mal». El coche aceleró y cayó por el profundo barranco; al rato se oyó el eco de un grito en el fondo del despeñadero.

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